viernes, 2 de septiembre de 2016

La muerte de la filosofía

La propuesta del Ministerio de Educación de eliminar la asignatura de filosofía del programa escolar y reemplazarla por alguna otra cosa ha generado todo tipo de oposición. Es edificante saber que todo el mundo, salvo un par de funcionarios del Ministerio, está a favor de que se enseñe filosofía en los colegios. (Una observación superficial de la realidad chilena parecería indicar otra cosa.) Pero no hemos tenido un debate serio, ni lo tendremos, sería demasiado incómodo. En cierto sentido, la filosofía ya está exiliada de nuestra ciudad, aunque no queramos exiliar a sus profesores todavía, para mantener la ilusión. 

La filosofía tiene la función de cuestionarlo todo, se dice, pero esta iniciativa ministerial, que nos brinda una excelente oportunidad para cuestionar varias cosas, no ha sido capaz de provocar la reflexión ni siquiera a un nivel superficial. Se podría cuestionar que el Ministerio tenga el poder de formular y re-formular programas a su antojo, que a través de pruebas estandarizadas, financiamiento, libros de texto, imposición de contenidos, etc. apriete la libertad de enseñanza hasta ahogarla, pero la capacidad crítica de quienes llaman a cuestionarlo todo no da para tanto. Además, razonamientos como estos podrían  llevarnos a reconsiderar las funciones de un gobierno y el contenido y fin de toda educación, y no sólo la permanencia de una asignatura, pero el asunto es afirmar una posición a favor de la filosofía, no hacer filosofía. 

Una reflexión más profunda, en todo caso, muestra algo más grave. Si la filosofía ha sido expulsada de las salas de clases es porque ya estaba muerta hace tiempo fuera de ellas. No se trata aquí del valor de cosas como el “pensamiento crítico” o la capacidad de argumentar, sino del objeto de la filosofía como ciencia o conocimiento. La cuestión de fondo es el contenido, no el método, y el contenido de la filosofía –su objeto– son las cuestiones fundamentales, las causas primeras, la realidad última (o como quiera que se le llame). Pero eso mismo, hemos decidido implícitamente, no existe realmente: queda en el ámbito de la opinión personal. Esto queda clarísimo si se mira el estado de la filosofía moral, donde al final todo tiende a resolverse en la subjetividad (personal o colectiva), descartándose la posibilidad de alguna respuesta definitiva.  

Los más poéticos llegan a decir cosas como que el sentido de hacerse preguntas no es encontrar respuestas, sino seguir buscando; pero eso, se da cuenta cualquiera que lo piense un minuto, es un sinsentido. En un mundo así concebido –donde se ha negado, de manera más o menos elegante, la posibilidad de la verdad– no puede haber filosofía, porque se ha negado su objeto. La supresión de su enseñanza es simplemente un último paso. La mentalidad utilitarista a la que se le echa la culpa no es sino otra consecuencia de lo anterior. Es natural no querer aceptar que la filosofía ha muerto, así se tiene lo mejor de dos mundos: no tener que reconocer que la única alternativa actual es el nihilismo, pero sin tener que comprometerse con la verdad.

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