Se puede tocar el cansancio del gobierno a dos años de haber empezado la
tarea de transformar Chile. Las críticas ya no vienen sólo de la oposición. El
gobierno está agotado y la presidente parece estarlo también. Pero no todo es
su culpa: Michelle Bachelet ganó las elecciones no por las prometidas reformas,
sino por su carisma. A ella la trajeron para recuperar el poder perdido y de
paso implementar un programa que había sido interrumpido en 1973. ¿Quería ella
ser presidente, o fue candidata sólo por lealtad y obediencia a su partido y
coalición? ¿Se imaginaba ella lo que podía pasar en un segundo gobierno suyo?
No viene al caso conjeturar sobre lo bien que estaba Bachelet en Nueva York, el
hecho es que ella misma ha declarado que nunca más será candidata a nada. Su
popularidad, que era su capital político, se acabó. ¿Qué queda para los
próximos dos (largos) años?
Se habla de una renuncia. Rumores, sí, pero motivados por algo más que
la schadenfreude propia de la oposición. Sería el
último clavo en el ataúd: realismo con la peor de todas las renuncias. El
sucesor que se perfila es Ricardo Lagos (lo que muestra que la coalición de
izquierda está agotada: no se ven nombres nuevos, todos los últimos candidatos
han sido ex-presidentes). Y aunque no pase de ser una especulación, uno puede
preguntarse qué pasaría si la presidente renunciara. Por una parte, sería
lamentable que la popularidad, tal como la miden las encuestas pueda ser algo
tan determinante en la política nacional. El país puede estar mal, sí, pero ha
aguantado situaciones peores. Además, que alguien no apruebe la gestión de la
actual administración no quiere decir que esté a favor de la oposición. No deja
de ser irónico (la antigua rueda de la Fortuna sigue girando aun en un
mundo donde todo parece estar asegurado) que el juego de la popularidad y las
encuestas se haya vuelto en contra de quienes dijeron que un país no merecía un
presidente con baja aprobación.
No parece razonable, sin embargo, que un presidente renuncie por una
baja en las encuestas. Esto sentaría un precedente, y dado que las encuestas y
la opinión pública son manipulables, podría haber nuevas formas de presión
sobre un sistema democrático que ya ha mostrado ser influenciable desde fuera. Ya
se ha visto que las emociones son volubles, quién está en la cúspide un día (como Sebastián Piñera luego del rescate de los mineros) puede estar en el suelo al día
siguiente (como Piñera durante las manifestaciones estudiantiles): la
encuestocracia tiene sus riesgos. Por lo demás el presidente es elegido por los
ciudadanos por un período que ya ha sido calificado como demasiado corto. La
posibilidad de echar presidentes con unas cuantas encuestas o manifestaciones
callejeras podría transformarse, por una parte, una manera de manipular la
democracia, y por otra, en una forma de irresponsabilidad: si el pueblo elige
alguien, es de esperar que se haga responsable por su elección; los que no
votaron, que asuman los costos de su apatía; y los que votaron en contra, tendrán
que aprender de sus errores y corregirlos (hacer algo más que ir a la urna) en
la elección siguiente.
Sin embargo, dado que una renuncia que lleve a Lagos a la
presidencia sería una solución de corto plazo que podría aliviar a la coalición
de izquierda, es muy probable ocurra en marzo. Después de todo, si Bachelet se
sacrificó una vez, puede ser sacrificada de nuevo.
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