Noticias recientes, nacionales e
internacionales, han revivido los clamores para un control aún más estricto
sobre los civiles que tienen armas. Se entiende, pero las leyes hay que
hacerlas con la cabeza fría para no caer en desproporciones. Es comprensible
que las armas pongan nerviosas a algunas personas, su poder destructivo es
evidente y no tienen otro propósito, sin embargo es necesario poner esto en
perspectiva, así se pasa de una reacción visceral a un juicio más razonado. Escribo
esto como respuesta a la columna “¡Paremos la matanza! Expulsemos
las armas de América” de
Marco Canepa, publicada en El Definido. Entiendo el punto de vista del
autor –y durante algún tiempo ese punto de vista fue el mío– pero creo que
algunas distinciones y aclaraciones están en orden para un debate más
productivo.
Comencemos con una objeción: un
arma no es, como suelen decir los defensores del derecho a tener armas,
aludiendo a Shane, una herramienta
como cualquier otra. Un arma es una herramienta destructiva, sí, pero eso no la
hace mala. Un hacha o un combo son también herramientas destructivas. Lo que
hace especialmente destructiva a un arma de fuego es que su poder no depende de
la fuerza del que la usa y además opera a distancia. Al funcionar en base a la
energía almacenada en un producto químico, cualquiera puede aplicar enorme
poder sin importar su edad o tamaño. (Esto es de especial importancia en un
mundo en el que los más grandes y fuertes abusan de los más pequeños y débiles –por
eso dijo Samuel Colt que él fue quien había igualado a los hombres.) Un arma se
parece no tanto a un hacha, sino a una motosierra (una herramienta que impone
respeto, exige un uso cuidadoso y también despierta temor en algunos). Si le
agregamos que es de fácil manejo y pequeño tamaño, tenemos un artefacto destructivo
único. Por lo mismo parece sensato regular el uso de armas de fuego, como se
regulan otros artefactos que funcionan en base a energía almacenada en un
producto químico, como los automóviles. ¿Pero eliminarlas completamente? Es
aquí donde hay que enfriar la cabeza y hacer distinciones.
Lo primero es distinguir la
propaganda de los argumentos. Me refiero a otro artículo publicado en El Definido, citado
por Canepa en el suyo, que muestra una “tienda de armas” que sólo “vende” armas
que han estado involucradas en accidentes o asesinatos. Vale. Eso le quita a
cualquiera las ganas de comprar una, pero es sólo la mitad de la historia. Una
actitud honesta hubiera exigido tener también en exhibición armas usadas exitosamente en la defensa de la persona o de la familia, armas de caza con las
que campesinos hayan podido controlar plagas y llevar carne a la mesa de su
hogar, armas deportivas con las que se hayan ganado campeonatos mundiales y
medallas olímpicas. Pero la actitud propagandística sólo considera un lado de
cada cuestión.
Lo segundo es aclarar que los
llamados a prohibir la tenencia de armas se dirigen no tanto a la conducta sino
al instrumento. En su artículo, el autor reconoce que esto es una solución
parche, pero es sorprendente la fe en el parche. Es verdad que la restricción
en el instrumento disminuye la capacidad del malhechor, pero las prohibiciones suelen
ser acatadas por los ciudadanos honestos y no por los criminales. Se menciona
que los delincuentes obtienen sus armas de los mismos ciudadanos honestos, pero
lamentablemente ellos no son su única fuente y la tecnología actual permite
fabricar armas caseras con relativa facilidad. Frente al problema de las armas de
fuego como instrumento del crimen una solución más razonable parece ser
combatir directamente al delincuente mediante la aplicación de las leyes ya
existentes, porque el problema es el crimen, no las armas.
El Estado moderno reclama para sí
el monopolio de la fuerza, pero éste no es completo. Los criminales también
ejercen la fuerza y los funcionarios del Estado sólo llegan a tiempo para
constatar el daño. El hecho es que frente a un criminal decidido el ciudadano
inocente no puede contar con la defensa de la policía, que demorará en acudir a
su llamado. Los derechos a la vida y a la integridad física son vacíos si es
que hay una prohibición de poner los medios para defenderlos. Con una
prohibición total para la tenencia de armas por parte de particulares, el
ciudadano de a pie queda indefenso, dependiente de lo que el Estado pueda, o
quiera, hacer por él en una emergencia.
Lo anterior nos lleva a un punto
más delicado. No todos los países tienen una misma cultura de armas, reconoce
el autor, pero por lo mismo, se trata de una cuestión que admite matices, y una
cuestión prudencial no se ve bien servida por soluciones radicales. Aunque
América sea el continente más violento, no parece prudente aplicar en Chile una
medida provocada por la situación de Honduras, El Salvador o México (que, por
lo demás, tiene una legislación sobre armas extremadamente restrictiva). De
nuevo, el problema no parece estar tanto en el instrumento sino en la conducta.
En Suiza, por ejemplo, la tenencia de armas es común y los suizos hace unos
años rechazaron restricciones a la tenencia de armas, pero ahí no parece haber
problemas de violencia. Se dice que países como el nuestro, en cambio, son
inmaduros, por lo que correspondería una total restricción. De acuerdo. Pero si
se acepta que la población de un país es demasiado inmadura como para
permitírsele tener armas de fuego, una actitud coherente exige que se la
considere inmadura también para otros asuntos de importancia, como pedir
créditos, elegir a sus gobernantes, convocar manifestaciones (que suelen
terminar con daños a la propiedad pública y privada), etc. A un pueblo inmaduro
no se le pueden dar muchas libertades.
Con esto llegamos a la
consideración penúltima: es una consideración teórica, pero que alguna vez ha
visto su aplicación real. Un ciudadano armado, un pueblo armado, es capaz de
defender su libertad frente a un Estado que podría verse tentado a usar el
monopolio de la fuerza contra el mismo pueblo. No en vano recuerdan los
defensores del derecho a tener armas que el primer registro completo de armas
en manos de civiles fue realizado, sí, por la Alemania nacional socialista. Otros
regímenes totalitarios luego hicieron lo mismo. Un arma de fuego, precisamente
por las características que la hacen de temer, es la última línea de defensa
del ciudadano honesto ante el más fuerte, sea quien sea. Eso lo aplicaron
heroicamente los armenios defensores del Musa Dagh, cuya epopeya –relatada por
Franz Werfel– ahora cumple cien años, por citar sólo un ejemplo.
Por último, no se puede dejar de
reconocer que la posesión de un arma de fuego implica riesgos para quien la
tenga: si no la sabe usar o no está decido a hacerlo, un delincuente podría
quitársela y usarla en su contra. Podría ser encontrada por un niño y causar un
accidente (como autos y piscinas son constantemente causa de accidentes).
Aumenta el riesgo de que se concrete un intento de suicidio. Implica riesgos,
sí, como permitir una marcha implica el riesgo de locales saqueados, como el
voto universal implica el riesgo del populismo. A una persona inmadura, a un
pueblo inmaduro, se le puede indicar qué riesgos tomar y cuáles no, y es
siempre tentador declarar inmaduros a los demás. Por mi parte, asumo: prefiero
tener un arma en casa mil veces y no necesitarla nunca, con todo lo que ello
implica, a necesitarla una sola vez y no tenerla. La eliminación completa de
las armas es una bella aspiración, pero no reconoce la condición de nuestro
mundo caído.
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