La primera prueba fue un desastre: de no haberse ajustado la
escala, la nota más alta hubiera sido un 3,5. Era esperable, a un mes de haber
entrado a la universidad los estudiantes no habían alcanzado a darse cuenta
dónde estaban. El tener dieciocho años los hacía legalmente adultos, pero no
personas responsables.
Como lo importante no es la nota sino lo que se aprende
(¿cuántos llegarán a darse cuenta de eso?) el profesor dio una oportunidad para
mejorarla, y algunos –no todos– la tomaron. Un alumno en cuestión quedó de ir a
ver al profesor el viernes a las 13:00 horas. Ese día le fue fijada al profesor
una larga reunión, de 9:00 a 13:00 en otro lugar. Para llegar a la cita con el
alumno, se retiró antes, quedándose sin oír las conclusiones de la reunión.
Como a las 13:20 el alumno no llegaba, el profesor revisó el
correo electrónico. En un correo enviado a las 10:40 el alumno pedía al
profesor si podía correr la hora de la interrogación para subir la nota, a las
tres de la tarde. ¿La razón? Al alumno le habían cancelado una clase, y en
consecuencia sólo tendría una hora de
clases ese día, al finalizar la tarde, y no quería pasar tanto tiempo en la universidad.
El profesor pensó en negarse rotundamente. Pensó que así lo
habrían hecho sus propios profesores. Pero no toda la culpa era del alumno:
había sido criado así desde que nació. Esperó al alumno, leyendo, y cuando
llegó, sin decirle nada le mostró su agenda en la que se leía la reunión fijada
a una hora –de la cual tuvo que retirarse antes- y la cita con el alumno. El
alumno miraba como si no hubiera visto una agenda en su vida. Probablemente era
el caso.
Le explicó lo que significa decir una cosa y cumplir, lo que
significa no cambiar los planes unilateralmente sin anticipación, sobre todo
cuando se está recibiendo un favor. Le hizo que ver que el hecho que él no
tuviera nada que hacer un viernes no significaba que todo el mundo estuviera en
la misma condición. Le mostró que no le correspondía, a sus dieciocho años,
disponer del tiempo de los demás.
El alumno entendió. Entendió también que la universidad no
es un lugar para pasar el menor tiempo posible, aprendió que existe en la
universidad un lugar llamado biblioteca, dónde se puede estudiar cuándo no se
tienen clases. El alumno no tenía mala intención, es que nadie le había
enseñado estas cosas.
¿Serán este tipo de estudiantes los que causan revueltas y
destrozos? Poco probable, a la mayoría, como a éste, ya le cuesta salir de su casa un día viernes.
Pero son estas mayorías las que por su pasividad permiten que otros, minoritarios
pero más enérgicos, más decididos, los conduzcan cual rebaño y hagan lo que les
plazca con ellos. Más todavía si les prometen unos días sin clases.
¿Y el otro incidente? En la mitad de la clase un alumno de
otro curso toca la puerta y pide una silla: tiene prueba y no hay
suficientes sillas. El profesor le pregunta por qué no tomó una del pasillo; esas no tienen
apoyo, dice (por lo que decide interrumpir la clase).
Una vez acabada la
interrupción el profesor pregunta a los alumnos por qué el mundo ha de adaptarse a la
comodidad de un estudiante que llega tarde – pasado el mediodía – a dar su prueba (hay profesores que le hubieran
puesto un 1.0). "¿Por qué no?" aventura una alumna. “¿Por qué no?” no es razón, porque sirve para justificar casi cualquier cosa y traslada la carga de la
prueba del que afirma al recibe o acepta, pero para dar una respuesta rápida
el profesor cita a Mark Twain: el mundo ya estaba ahí de antes. Se ríen. Saben que alguna vez
necesitarán que el mundo se amolde a sus comodidades – nadie quiere sufrir las
consecuencias negativas de sus acciones – pero el sentido común basta para
darse cuenta del caos que resultaría si esto se transformara en norma, y de lo
absurdo que resulta esperarlo.
Mucho de lo que aprendió ese alumno, que al menos escuchó lo que se le decía, es mera buena educación, materia puesta tan entre paréntesis como la consideración por los demás de la cual los buenos modales son la base.
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