por Federico García (publicado en El Sur, de Concepción)
La memoria –individual y colectiva– engaña. Es común creer que algunas cosas, por llevar mucho tiempo de cierta manera, siempre han sido como son. Pero el mundo ha sufrido cambios radicales, tanto, que es difícil llegar a imaginarse como era antes. Del pasado queda una memoria vaga y filtrada por el presente.
La memoria –individual y colectiva– engaña. Es común creer que algunas cosas, por llevar mucho tiempo de cierta manera, siempre han sido como son. Pero el mundo ha sufrido cambios radicales, tanto, que es difícil llegar a imaginarse como era antes. Del pasado queda una memoria vaga y filtrada por el presente.
Sin embargo, se puede acceder al pasado remoto, sólo hace falta un poco de lectura y capacidad de ponerse en una situación muy distinta a la propia. Si se leen textos como el Gilgamesh, la Ilíada, o incluso el Beowulf, se puede ver el mundo como era antes, uno puede darse cuenta que ciertas prácticas del mundo antiguo, que hoy nos parecen intolerables e incomprensibles (aunque siempre están rebrotando), como el infanticidio, los juegos de gladiadores, la tortura pública, la esclavitud o los sacrificios humanos, se aceptaban sin el menor cuestionamiento. Además reinaba la incertidumbre y, sobre todo, la desesperanza acerca del destino final del ser humano. Todo eso en medio del mayor refinamiento y civilización.
Así era Roma, por ejemplo, hace poco menos de dos mil años. En la ciudad que creó, y perdió, la forma republicana de gobierno el padre podía decidir sobre la vida del hijo recién nacido. Las otras sociedades antiguas no eran muy distintas. En la Atenas de Pericles, donde brevemente floreció la democracia, se podía comprar un esclavo como quien compra un caballo. En Cartago, próspero puerto e imperio comercial, se ofrecían sacrificios de niños a Moloc. Los pueblos germanos hacían de la guerra una forma de vida, y los otros pueblos -salvo uno- al oriente y en la América no descubierta, no lo hacían mucho mejor.
Pero el mundo cambió. De la antigüedad nos queda lo bueno: la filosofía y el arte en todas sus formas. Los dioses terribles (de la violencia, de la lujuria y de la avaricia) están relativamente domesticados. Ya no nos parece natural que unos hombres puedan comprar a otros, que el espectáculo de dos matándose en combate sea una diversión adecuada para una multitud o que la venganza sea la ley que debe regir a los hombres.
Cambió el mundo, entre otras cosas, porque cambió nuestra imagen del hombre. ¿Hace falta decir qué fue lo que hizo que prácticas milenarias de inhumanidad comenzaran a ser abandonadas hace poco menos de dos mil años? Nació un niño, que nos hizo reconocer al hombre, pero para eso, antes, nos mostró a Dios. Y eso es lo que celebramos el 25 de diciembre.
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