martes, 17 de mayo de 2016

En conciencia

“Decidir en conciencia” parece ser la consigna de algunos debates públicos actuales, una sentencia del más alto tribunal que no admite apelación. Evidente: quien obra en contra de lo que cree correcto -en contra de su conciencia- obra mal, no tanto por la acción que realiza, sino porque al obrar en contra de su conciencia necesariamente comete una traición. De lo anterior no se sigue que quien obre de acuerdo con su conciencia siempre haga el bien, pero no se le puede exigir a todo el mundo un razonamiento tan riguroso.

Es rescatable, en todo  caso, que la conciencia tenga una nueva vida, por breve que sea. Donde priman las componendas, las vueltas de chaqueta y el cálculo utilitario (político, económico), la interioridad del juicio interno queda casi anulada. Sin embargo, cuando se apela públicamente a la conciencia parece que ésta no tuviese otra función que la de aprobar la conducta que se quiere seguir. Casi nunca se sugiere que, después de deliberar (o discernir), la conciencia pueda prohibir: los remordimientos de conciencia son algo poco menos que imposible.

La apelación a la conciencia tiene sus riesgos, porque si bien esta voz interior de alguna manera supone que el hombre se observa objetivamente como desde fuera (por algo se dice que es la voz de Dios en el alma), no se puede olvidar que en estos juicios el sujeto es, a la vez, juez y parte. No es fácil poner entere paréntesis los propios intereses o inclinaciones y, aunque esto se logre, la objetividad del juicio no queda garantizada: también puede haber errores de buena voluntad, avalados por la conciencia que, como dice Robert Spaemann, es juez pero no oráculo. Por lo mismo, la conciencia no puede estar separada de la realidad, que no se encuentra en la propia subjetividad.

Pero para muchos es fácil ahogar los remordimientos en alcohol o en dinero: los remordimientos muerden, fuerte la primera vez, pero cada vez más despacio, hasta que terminan lamiendo la mano. Si a esto se suma que “actuar en conciencia” a menudo no es más que una excusa para hacer lo que se quiere sin rendir cuentas, una especie de darse permiso a uno mismo, acudir a la conciencia no tiene mucho sentido. Una conciencia bien amaestrada termina diciendo lo que uno quiere que diga.

Pero de vez en cuando hay excepciones: uno de los asesinos del matrimonio Luchsinger-Mackay no pudo aguantar la culpa y, tras un intento de suicidio (el juicio de la conciencia puede ser más severo que el de la ley), habló. Lástima que haya sido sólo uno de entre todos los involucrados. ¿Qué pasa en los otros casos, en la mayoría de los casos, en los que la voz de conciencia es ahogada o torcida? Esa destrucción de lo más íntimo, puesto al servicio del dinero, del poder o de la ideología, no puede más que implicar una anulación de la persona. 

martes, 12 de abril de 2016

La DC y el aborto

La gran mayoría de los diputados del Partido Demócrata Cristiano votaron a favor del aborto. A juzgar por las palabras del Senador Walker, la DC hará en el Senado lo mismo que hizo en la Cámara. La verdad, es que no es sorpresa. Sólo un ingenuo podría haber pensado que la Democracia Cristiana votaría ¿cómo decirlo? cristianamente. La conducta fue típica: hubo conversaciones, angustia vital, inseguridad, pero lo que ocurrió al final estaba claro desde el primer momento.

No es que la DC haya traicionado sus principios -en la actualidad los principios de los partidos políticos pueden cambiarse fácilmente, por lo que es casi imposible traicionarlos- sino que ha actuado como siempre: muchas declaraciones de apertura, de diálogo, de buena voluntad, para terminar haciendo lo que le pedía la izquierda más dura. Esa ha sido su misión histórica, la de ayudar y dar una apariencia de legitimidad a los proyectos de la izquierda.

Esto, por supuesto, al estilo DC, es decir, de manera tibia. La Democracia Cristiana no alza como banderas de lucha este tipo de causas, pero es incapaz de rechazarlas cuando las alzan sus aliados. Tiene que aferrarse a su conglomerado, para no arriesgar quedar en tierra de nadie. Dentro de la DC –para mantener el espíritu– el problema también se resuelve de manera tibia. Los integrantes que son contrarios al aborto no son capaces de, en materia tan grave, cortar con su partido. Uno se pregunta qué es lo que tendría que pasar para que la DC rompa con la Concertación o la Nueva Mayoría, o qué tendría que hacer el partido para que alguno de sus miembros renuncie. Estos pocos, en cualquier caso, cumplen una función muy importante: sirven para mostrar que el partido no impone una manera de votar, que acoge a los que piensan distinto, y que el apoyo al aborto es cosa de individuos, no de la colectividad. Típico demócrata cristiano. Esta conducta, por lo demás, hace de la Democracia Cristiana un aliado muy valioso para la izquierda más dura: su deseo de quedar bien es tal que se pude contar con ella a todo evento.

Políticamente hablando, esto no presenta mayores problemas (dado el estado de la política actual). El problema es que se engaña, a una parte al menos, de los partidarios, que inocentemente creen que apoyan a un partido de principios cristianos. Se entiende que algunos, incluso algunos DC, se empeñen en que cristianismo y sociedad no tengan nada que ver, pero eso hace extraño que se mantenga el nombre del partido. Para poder salvar la marca y a la vez votar como la izquierda más dura, se recurre a la conciencia, lo que en lenguaje actual significa que se hace lo que es más expedito o conveniente, sin reconocer que se actúa así: hacer lo que viene en gana sin tener que dar explicaciones. Ahora bien, como los políticos, en general, tienen poco tiempo para leer y para pensar, habría que ver quiénes los asesoran cuándo se trata de explicar qué significa actuar en conciencia, quizás ahí nos encontremos con alguna sorpresa.

martes, 8 de marzo de 2016

Aborto, heroísmo y autonomía

No hay debate, propiamente tal, sobre el aborto. Se trata de lograr la autonomía: el ejercicio de una voluntad no impedida por costumbres del pasado o la misma naturaleza. El embarazo, por el contrario, es una manifestación palpable de que el ser humano no es un ente autónomo que puede determinar totalmente su existencia sino que nace, vive y se constituye dependiendo de otros. Es por eso que el aborto –considerado teóricamente– es un tema frente al cual no puede haber acuerdo: las posiciones parten de premisas radicalmente distintas, y es por eso, también, que cuando la propuesta pro-aborto falla por un lado (es evidente, sobre todo desde que existen las ecografías, que un feto es un individuo vivo de la especie humana), se busca otro. Es una meta a conquistar, no un verdadero debate.

El último argumento esgrimido a favor de la propuesta pro-aborto actual es considerar que continuar el embarazo ante ciertas circunstancias es algo heroico o supererogatorio, y por lo tanto, no exigible legalmente aunque sea bueno para el que quiera hacerlo. (¡¿Cómo fue que el mundo no se dio cuenta de esto antes del siglo XX?!)

Este argumento tiene tantos problemas que es patente que se trata de una estrategia, no de un esfuerzo intelectual.  En primer lugar, lo heroico y lo supererogatorio no son lo mismo. En segundo lugar, si bien, por definición, nadie puede estar obligado a lo supererogatorio, en ciertas circunstancias una persona puede estar obligada a lo heroico: piénsese, por ejemplo, en el soldado que –en una situación de conflicto– recibe una orden de cometer un acto injusto, como torturar a un prisionero. Si se niega a hacer el mal tendrá que sufrir un castigo, eso sería heroico; pero si accede, hará algo malo. En ciertas situaciones no hay término medio: o se hace un acto heroico o se comete una injusticia.

Además, se trata lo heroico como si fuese algo establecido. Se asume que continuar el embarazo en ciertas circunstancias es heroico, y que por lo mismo debe permitirse el aborto. Pero eso mismo ya es discutible, también podría considerarse como un deber. Antes de afirmar que continuar que continuar el embarazo en ciertas circunstancias es heroico, hay que establecer que de hecho sea así. Por lo demás, si alguien quiere comprobar cómo lo que hoy es corriente mañana puede ser considerado heroico, es cosa de que vea lo que la ley en Bélgica considera como sufrimiento insoportable.

En cuarto lugar, la confusión se profundiza cuando se trata al aborto como una simple omisión: “no hacer el acto heroico de continuar el embarazo”, pero el aborto es un acto positivo mediante el cual se le hace algo (se destruye) a otro. Y si bien el derecho a la vida no incluye el deber de realizar actos extraordinarios para mantenerla, la gestación no es algo extraordinario, sino la manera por la cual todos los seres humanos llegamos a este mundo.  No es una manera que se base en la autonomía personal,  pero es conforme a nuestra manera de ser: dependiente.

martes, 9 de febrero de 2016

Cenizas

No pasa desapercibido el miércoles de ceniza, aunque sea en medio del verano. Tan popular es esta fecha, que en algunos lugares es el día en que más gente va a Misa, aunque no sea día de precepto. El salir de la iglesia con una marca en la frente –aunque algunos se la borren al cruzar el umbral– es una manifestación pública de la fe que se profesa, y por lo mismo, es como una invitación a ser interpelado.

Pero la interpelación más fuerte no viene de fuera, de quienes preguntan por qué se lleva una cruz en la frente o simplemente señalan que hay una mancha, sino de dentro del templo: “recuerda que eres polvo y en polvo te convertirás” (en algunos lugares se usa la fórmula atenuada “conviértete y cree en el Evangelio”). Una frase tan dura no está en consonancia con los tiempos tan sensibles, con el ambiente, que propone un ideal de vida larga, saludable y placentera, además de la acumulación de gran cantidad de cosas y experiencias. Es la adulación de la publicidad y de la política. Frente a eso contrasta el recuerdo de lo tratamos de ignorar: “eres polvo y al polvo volverás”. Es el memento mori; el et in arcadia ego; el vanitas vanitatis. Frases en una lengua muerta para recordar la muerte, y eso en la mitad de las vacaciones.

No se trata de cultivar el terror y la desesperación frente a una realidad ineludible, eso sería paganismo, como también sería paganismo vivir ignorando la muerte (“si estoy vivo, no está la muerte, si está la muerte, yo no estoy”). No, se trata de sacar una lección de esta realidad; no se vive de cualquier manera si es que hay un plazo en el que todo se acaba, si es que al final lo comido y lo bailado y lo ganado quedan en la tumba y el olvido.

La negación de la muerte (es cosa de ver los cementerios modernos tan bien descritos por Evelyn Waugh en Los seres queridos, que invitan más a un pic-nic o un partido de fútbol que a meditar sobre las verdades eternas), en todo caso, es una manifestación del anhelo de inmortalidad que hay en el ser humano. Eso ya es un dato interesante. Es imposible imaginarse no existiendo, y no se puede querer el vacío o la nada, porque para querer hay que existir. El descanso del sueño sólo tiene sentido si hay un despertar. La inmortalidad que se anhela tampoco puede ser una duración indefinida de lo que ya existe, que al final sólo puede conducir al tedio, al agobio y al sinsentido (en un mundo en el que fuera realmente posible dejarlo todo para mañana). Habrá que buscar otro tipo de vida, entonces, antes de que se acabe ésta, mientras nos recuerdan lo que rara vez queremos recordar. 

martes, 12 de enero de 2016

Observaciones en una escuela rural

La evidencia anecdótica no suele tener un valor muy concluyente, pero ilustra un panorama más amplio que de otra manera pasaría desapercibido. Supongo que notar este tipo de detalles es, en parte, lo que algunos llaman “tener calle”. Hace unos días tuve ocasión de observar un par de cosas en una escuela rural, que si bien pueden haber sido propias de esa escuela y de ninguna otra, probablemente sean parte algo más grande.

El edificio y las instalaciones de la escuela básica de Puqueldón (en la isla Lemuy, Chiloé) son notablemente buenos. La escuela es grande y tiene un buen gimnasio; muchas salas, todas con proyector; calefacción central; laboratorios de diversas disciplinas; juegos en el patio, etc. No pude entrar a la biblioteca, porque estaba cerrada, pero en otras escuelas de lugares remotos (como Reigolil o Paildad) he encontrado que las bibliotecas tienen muchos buenos libros. La comparación con mi colegio (que era y sigue siendo uno de los buenos colegios de Chile) era inevitable. Es verdad que no se puede comparar una escuela de hoy con un colegio de hace 25 años, pero cuando mis compañeros y yo estábamos en la básica no teníamos ni tantos medios audiovisuales ni tantas comodidades, los edificios no eran de tan buena calidad, etc. Cuando tomamos conciencia de ello, en el inicio de la educación media, nos daba un cierto orgullo: el colegio éramos nosotros, no los edificios.

Pero entre tantas cosas buenas de la escuela de Puqueldón, hubo un pequeño detalle, que casi pasa desapercibido, que era un punto de contraste. En la puerta de una sala de clases estaba pegado el horario de una profesora: se leía que tenía 44 horas semanales de trabajo,  de las cuales más de 30 eran horas frente a curso, más otras dedicadas a reuniones y coordinación. Puede haber sido un caso puntual – no lo sé– pero de ser algo generalizado (y me parece que lo es), queda claro que para lograr una buena educación los buenos edificios no son suficientes. ¿De dónde se saca el tiempo para preparar clases, para corregir las pruebas a conciencia, para cultivarse y luego transmitir eso a los alumnos?

Los edificios son vistosos y se pueden inaugurar con publicidad, los buenos profesores, no. Es más fácil construir un gran edificio (con proyector en cada sala) que formar un buen profesor. En fin, se podría seguir. Queda claro que a pesar de las excelentes instalaciones todavía queda camino por recorrer: la educación la entregan personas a otras personas en el tiempo: laboratorios de computación y otras cosas cuantificables y vistosas, si las hay, bienvenidas sean, pero que no se confunda lo accidental con lo esencial.

martes, 5 de enero de 2016

Ideas medievales

Más de alguna vez algún ciber-comentarista ha dicho por ahí que promuevo ideas medievales. Es un lugar común. No hace falta citar al profesor Bernardino Bravo (“quien habla de las tiniebla de la Edad Media, habla desde las tinieblas de su propia ignorancia”), cualquiera se da cuenta de lo que importa en una idea no es que sea medieval, renacentista o decimonónica, pero si es verdadera o falsa.

La Edad Media, además, es una época muy larga que abarca un territorio muy extenso y variado, dio origen a muchas ideas y muchas de ellas se contradicen entre sí. Algunas de estas contradicciones se resolvieron en la misma Edad Media en debates universitarios –que quedaron registrados bajo títulos como Quaestiones disputatae de Veritate, pero es casi imposible que alguien que haga un comentario despectivo sobre el Medioevo se haya enterado. Algunas ideas surgidas en el Medioevo fueron también rechazadas en la Edad Media y luego rehabilitadas en la misma Edad Media – es cosa de leer el Sic et non de Pedro Abelardo, o de conocer la vida de Santo Tomás de Aquino y el nombre del obispo Tempier, pero siempre es más cómodo descalificar desde la ignorancia. En todo caso, las ideas del Aquinate son ideas medievales, pero el rechazo a Santo Tomás es también una idea medieval.

Esto de rechazar una idea por el momento en que fue formulada implica una visión de la historia como progreso indefinido y eso ya es una idea tan… del siglo XVIII, ¿es que todavía quedan personas que no se han dado cuenta de que la Primera Guerra Mundial sepultó los sueños de la Ilustración? La soberbia del presente es difícil de evitar, sobre todo cuando se juzga el pasado con criterios actuales (¿Los que resolvían sus problemas con un duelo eran unos brutos? Ellos pensarían que nosotros somos unos cobardes sin honor: probablemente ambos tengamos razón). Los autores medievales, nótese, se llamaban a sí mismos “modernos”, igual que nosotros. Es verdad que hay algunos, hoy  en día, que se consideran postmodernos, como si después ya no pudiera venir nada más.

Pero yendo al grano: ¿Cuáles serían esas ideas medievales que algunos todavía defendemos? ¿Que la guerra y el armamento han ser restringidos? ¿Que la actividad económica ha de estar sujeta a consideraciones éticas y políticas? ¿Que el poder político no puede ser absoluto? ¿Que los profesores y estudiantes han de agruparse en una asociación llamada Universidad? No, el asunto es desacreditar ideas que hasta hace veinte años todo el mundo aceptaba, asociándolas a imágenes y a emociones negativas; ganar un debate renunciado a la razón: una idea poco medieval y bastante postmoderna.

No creo que ninguno de los que critican alguna idea por ser medieval pueda citar alguna idea propiamente medieval, como el averroísmo latino (hay un cura de moda que, sin saberlo, lo suscribe), el milenarismo de Joaquín de Fiore, el nominalismo de Guillermo de Ockham (ésta es una idea medieval con muchísima influencia en la actualidad, pero casi nadie se da cuenta), o el ontologismo de San Anselmo (una idea que ejerce una extraña fascinación sobre las mentes modernas que se la encuentran), etc. ¿Habrán leído algún libro serio sobre la historia y cultura de la Edad Media, o buscado respuestas en las fuentes de la época? (¿Y entonces, por qué no se callan?). Pero no comencemos el año con una diatriba, es mejor recordar que la destilación del alcohol fue una de las buenas ideas que florecieron durante la llamada Edad Media.

martes, 29 de diciembre de 2015

¿Tiene sentido estudiar ética?

La respuesta parece obvia, al menos si uno va a decirla en voz alta, y sobre todo después de un año como el que termina. Pero las cosas nunca son tan sencillas. Para los que se portan bien (la mayoría de las personas, la mayoría del tiempo) pareciera que estudiar ética está demás. A los que se portan mal, unas horas de clases y la lectura de algunas páginas no les harán mucha mella. Pero, por ingenioso que parezca hacer describir esta situación, no se trata de esto.

La pregunta si acaso tiene sentido estudiar ética, o cualquier otra cosa, asume demasiados elementos que se cuelan desapercibidos. Habría que plantearse, primero, si existe el objeto de estudio de la ética y si, en caso de que exista, puede ser universal y objetivamente conocido. Es aquí donde naufragan las buenas intenciones. Si se habla de la buena conducta, la afirmación más frecuente entre aquellos que logran formular algo, es que “cada uno define lo que es el bien para sí mismo, mientras no dañe a los demás”. Este es el fundamento indiscutido de nuestra sociedad liberal, moderna o como quiera llamársela. Y esta afirmación, por supuesto, también tiene muchos elementos implícitos que se cuelan desapercibidos. Por ahora basta con hacer una comparación; si se llegara a decir lo mismo sobre cualquier otra materia de estudio, ésta se acabaría de inmediato. Por ejemplo: “¿Qué estudia la botánica?” “Las plantas, pero cada uno define para sí mismo lo que es una planta, sin que nadie pueda imponerle esa definición a otro.”

Dada la situación actual, entonces, parece que no tiene sentido estudiar ética por razones mucho más graves que las enunciadas al principio. Podría decirse que esta dificultad puede sortearse centrándose en lo común, el respetar la libertad del otro, el  no dañar a los demás. De acuerdo, pero eso reduciría bastante el campo de la ética (de la conducta buena a la no-mala) y por otra parte, habría que definir qué constituye daño a los otros, o dónde empieza la libertad del otro, y cuáles son los derechos y libertades de los demás, y eso nos deja casi donde estábamos al comienzo.

Queda una consideración: suponiendo sea cierto que “cada uno define lo que es lo bueno para sí mismo, mientras respete a los demás”, es inevitable preguntarse el por qué, de dónde sale ese imperativo de respetar a los demás. Las razones de conveniencia son obvias: si no se respeta a los demás, los demás pueden hacerle pasar un mal rato a uno –pero las razones de conveniencia no son razones morales. Aun así, queda el problema de aquellos que tienen suficiente poder (o creen tenerlo, al menos), precisamente, para pasar por encima de los demás sin temer ninguna consecuencia. Para una ética mínima –que al final no pasa de ser una expresión de las emociones– éste es un problema sin solución.