A mediados de marzo se siente por las calles y plazas el
característico “olor a mechón”, mezcla de pescado podrido y huevo, que emana de
estudiantes universitarios de primer año, vejados por sus compañeros. Cada año
se repite el lamentable espectáculo de alumnos recién llegados a la educación
superior que recorren la ciudad con su ropa rota y manchada, pidiendo unas
monedas para que cese esa particular bienvenida.
Es curiosa la cantidad de contradicciones que encierra esto.
Los que llegan al lugar del cultivo del intelecto son recibidos con una barbarie
que no demuestra el más mínimo ingenio. Quienes serán líderes en el futuro, se
someten a humillaciones que ningún otro ciudadano aceptaría por parte de nadie.
Quienes se suponen rebeldes frente a las tradiciones de sus mayores aceptan
cada año una que no tiene ningún sentido. Al año siguiente se convierten en los
vejadores de sus compañeros: quienes están empezando a ser adultos se comportan
como salvajes.
No hace falta seguir. Puede que sea estéril preguntarse por
qué las autoridades académicas no ponen freno a esto. (No haría falta la
disciplina, bastaría con elevar el reto: una bienvenida universitaria que sea a
la vez divertida e ingeniosa. Para eso hace falta ser verdaderamente
inteligente.) Quizás sea el miedo que tienen a sus propios estudiantes, quizás
sea la indiferencia por algo que ocurre sólo una vez al año y que no les afecta
directamente.
Es más probable, sin embargo, que sea una despreocupación
profunda por la universidad como institución, por un descuido u olvido de su
propósito. Una cosa es formar profesionales que hagan su trabajo. Pero formar
el intelecto para que abarque la realidad lo más completamente posible es una
tarea más delicada, y una carrera universitaria que se inicia del modo brutal
que hemos visto, de nuevo, puede demorar mucho en reencontrar su carácter
originalmente académico.
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