Mostrando entradas con la etiqueta poder. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta poder. Mostrar todas las entradas

lunes, 15 de agosto de 2016

Las AFPs y el poder

Comencemos enunciando una verdad contingente: quien tiene el poder rara vez se desprende de él por iniciativa propia. Es más, quien tiene poder tiende a querer aumentar su poder. Las ocasiones históricas en las que un poderoso ha limitado o disminuido su poder sin mediar una fuerza externa pueden contarse con los dedos de una mano. Prosigamos con otra afirmación: mientras más se gobierne a sí mismo cada ciudadano, menos necesita ser gobernado por otros.  

Las AFP son un límite al poder político: un dinero que los gobernantes no pueden tocar. Sin embargo, los políticos necesitan dinero para financiar un aparato estatal que crece continuamente, para recompensar a sus partidarios con cargos en ese mismo aparato estatal y, sobre todo, para repartirlo, de una forma u otra, entre los electores para ganar votos y seguir en el cargo o asegurar el triunfo de algún correligionario. Además, como el dinero de los fondos de pensiones es mucho y aumenta con el paso del tiempo, es natural que las ansias de contar ese dinero crezcan cada vez más. Por supuesto, los ciudadanos necesitarán dinero para vivir durante su vejez, pero ese problema puede postergarse, y la generación siguiente tendrá que hacerse cargo (es cosas de mirar el caso de algunos países europeos). El gobernante, como cualquier otro, quiere sus fondos ahora.

Pero las administradoras de fondos de pensiones no son sólo un límite al poder político en un aspecto material o económico, también lo son desde un punto de vista político. Si cada ciudadano es responsable de su propia vejez, mantiene una cierta libertad. Si, por el contrario, para poder vivir en sus últimos años recibe una pensión que le da el gobierno, entonces pasa a ser dependiente del gobierno y de lo que le ofrezca el político de turno. Queda  atado o, más bien, el gobernante lo mantiene bien sujeto por el bolsillo. La otra consecuencia política de una posible eliminación de los fondos individuales es la división del país. Un noción sencilla, pero que pocas veces se comprende, es que los bienes materiales, en estricto rigor, no se pueden compartir –tener en común– sólo se pueden repartir. En el caso del dinero de los contribuyentes esto implica quitarle a unos para darle a otros (no se debería hablar tanto de sistemas solidarios –la solidaridad forzada es una contradicción– sino expropiatorios). Por lo mismo, el resultado es la división de la población, generalmente trabajadores versus pensionados.

Demás está decir que no hay ninguna razón para pensar que el aparato estatal chileno, por una parte muy politizado, por otra, incapaz de cumplir funciones básicas como controlar la delincuencia y la violencia o de organizar un sistema de transporte público o una universidad estatal, sería un buen administrador de fondos de pensiones. De alguna manera, el éxito alcanzado por el movimiento “No + AFP” es un reflejo del alma nacional, tan dispuesta a venderse al mejor postor. 

martes, 29 de diciembre de 2015

¿Tiene sentido estudiar ética?

La respuesta parece obvia, al menos si uno va a decirla en voz alta, y sobre todo después de un año como el que termina. Pero las cosas nunca son tan sencillas. Para los que se portan bien (la mayoría de las personas, la mayoría del tiempo) pareciera que estudiar ética está demás. A los que se portan mal, unas horas de clases y la lectura de algunas páginas no les harán mucha mella. Pero, por ingenioso que parezca hacer describir esta situación, no se trata de esto.

La pregunta si acaso tiene sentido estudiar ética, o cualquier otra cosa, asume demasiados elementos que se cuelan desapercibidos. Habría que plantearse, primero, si existe el objeto de estudio de la ética y si, en caso de que exista, puede ser universal y objetivamente conocido. Es aquí donde naufragan las buenas intenciones. Si se habla de la buena conducta, la afirmación más frecuente entre aquellos que logran formular algo, es que “cada uno define lo que es el bien para sí mismo, mientras no dañe a los demás”. Este es el fundamento indiscutido de nuestra sociedad liberal, moderna o como quiera llamársela. Y esta afirmación, por supuesto, también tiene muchos elementos implícitos que se cuelan desapercibidos. Por ahora basta con hacer una comparación; si se llegara a decir lo mismo sobre cualquier otra materia de estudio, ésta se acabaría de inmediato. Por ejemplo: “¿Qué estudia la botánica?” “Las plantas, pero cada uno define para sí mismo lo que es una planta, sin que nadie pueda imponerle esa definición a otro.”

Dada la situación actual, entonces, parece que no tiene sentido estudiar ética por razones mucho más graves que las enunciadas al principio. Podría decirse que esta dificultad puede sortearse centrándose en lo común, el respetar la libertad del otro, el  no dañar a los demás. De acuerdo, pero eso reduciría bastante el campo de la ética (de la conducta buena a la no-mala) y por otra parte, habría que definir qué constituye daño a los otros, o dónde empieza la libertad del otro, y cuáles son los derechos y libertades de los demás, y eso nos deja casi donde estábamos al comienzo.

Queda una consideración: suponiendo sea cierto que “cada uno define lo que es lo bueno para sí mismo, mientras respete a los demás”, es inevitable preguntarse el por qué, de dónde sale ese imperativo de respetar a los demás. Las razones de conveniencia son obvias: si no se respeta a los demás, los demás pueden hacerle pasar un mal rato a uno –pero las razones de conveniencia no son razones morales. Aun así, queda el problema de aquellos que tienen suficiente poder (o creen tenerlo, al menos), precisamente, para pasar por encima de los demás sin temer ninguna consecuencia. Para una ética mínima –que al final no pasa de ser una expresión de las emociones– éste es un problema sin solución.

martes, 30 de junio de 2015

Los interminables debates de la democracia

Hace unos días leí una columna de un reconocido comentador de la realidad nacional, en la que se decía que el debate acerca de la necesidad de nueva constitución para Chile ya estaba zanjado, haciendo salvedad de algún pequeño grupo recalcitrante que probablemente nunca estaría de acuerdo. Más tarde me topé con otra columna de opinión, en un medio alternativo, que afirmaba que la legalización del aborto en Chile ya no era algo discutible. Es curioso observar que primero se dice que en democracia todo puede discutirse, para luego declarar que la discusión se acabó. La preguntas que surgen ante este tipo de afirmaciones, naturalmente, es cómo puede saberse en una sociedad democrática cuándo un debate está zanjado y quién puede decidir ese tipo de cosas. Tendría que haber un acuerdo previo sobre esto, de no haberlo, el debate se transformaría en un mecanismo que el más hábil usa para imponer su agenda. Pero nuestra sociedad es tan pluralista que no existe un acuerdo acerca de cómo y cuándo dar por terminado un debate. Es un problema que reconocerán los lectores de Alasdair MacIntyre: no tenemos un acuerdo sobre cómo se llega a un acuerdo.

Una posibilidad es apelar a la mayoría, pero no es tan simple. En algunos casos porque a la mayoría no le interesan los temas que se debaten, pero sobre todo, porque las mayorías son cambiantes y dar por terminado el debate en un momento dado entrega un resultado distinto que hacerlo en algún otro momento. (Los debates empiezan cuando una minoría alcanza suficiente influencia como para hacer oír su voz, y se dan por finalizados cuando esa minoría deja de serlo, o da esa impresión al menos, y logra imponerse.) Además, las mayorías no debaten, son influenciadas solamente por unos pocos que debaten entre ellos. Quizás sería más honesto reconocer que en realidad los debates en una democracia son asunto de una élite que los usa para imponer su visión de las cosas sobre el resto de la sociedad. La promulgación de una ley tampoco puede ser el final de un debate, por un lado porque los debates se inician en torno a leyes ya existentes, y por otro, porque una nueva ley regula la conducta pero no la expresión e intercambio de ideas.

Puede ser tentador pensar que el debate debe ser una conversación permanente, como diría Richard Rorty,  en la que ninguna conclusión es definitiva (como una sociedad pluralista no reconoce verdades universales, lo único que queda es hablar para tratar de llegar a un consenso, siempre provisorio). Pero eso no sirve cuando se trata de cuestiones prácticas, porque en algún momento hay que dar la conversación por terminada y pasar a la acción. Un debate interminable le daría toda la ventaja al que quiera conservar las cosas como están, y por lo mismo, quien inicia el debate tiene todo el interés en declararlo zanjado apenas alcance una pequeña mayoría, por temporal y circunstancial que sea. Este desacuerdo profundo sobre cómo se puede llegar a un acuerdo en cosas fundamentales es quizás la división más profunda de nuestras sociedades pluralistas: si no se puede llegar a un conocimiento de estas cosas, y además es necesario pasar de la palabra a la acción, lo único que va quedando es una lucha de poder, por civilizada que sea en su modo.

jueves, 26 de febrero de 2015

No le creo

 “Yo no le creo a la Presidenta cuando dice que se enteró por la prensa de la reunión…” ha dicho el diputado Nicolás Mönckeberg. De alguna manera expresa el sentir de los chilenos frente todos los políticos: “no le creo”. Por lo mismo uno podría dudar de la sinceridad de las palabras del diputado. Después de todo, estos días Michelle Bachelet es como el cadáver de una ballena que flota en el océano, en el que se ceban los tiburones y todo tipo de carroñeros. ¿De verdad no le cree, o es que eso es lo que había que decir en el momento, para posicionarse?

Pero dejando de lado las sospechas que necesariamente caen sobre la tremendamente desprestigiada clase política (ya no se trata de no creer en las promesas de campaña, o cosas puntuales de cualquier tipo, sino de dejar de creer en la persona), es hora de hacer explícito este no creerle a la presidente y a otros.  Es hora de la oposición deje de ser tan ingenua y sea capaz de decir “no le creo” en muchos otros ámbitos.

“No le creo” que el aborto vaya a limitarse a sólo las tres causales mencionadas: la intención es liberalizarlo por completo. “No le creo” que el AVP es el final del asunto: la intención es legalizar el matrimonio entre homosexuales, y más aún, disolver la familia tradicional. “No le creo” que la reforma educacional apunte a corregir desigualdades: la intención es quitarle a los padres su rol de educadores. “No le creo” que busque la igualdad: lo que se busca es poder de aplastar a los que se destaquen en cualquier ámbito. “No le creo” que se vaya a respetar la objeción de conciencia del que se oponga a estos proyectos: la intención es aplanar al que se atreva a disentir.

“No le creo” que sus intenciones sean buenas: la intención de la Nueva Mayoría es el control total, del Estado sobre la persona. Para lograr eso ha sembrado el odio y la división y fomentado la lucha durante años. Para lograr eso ha mentido, mentido sobre sus propias intenciones. Ha abusado de la palabra democracia, ha degradado la palabra justicia. “No le creo”, y eso es grave, porque cuando se pierde la confianza en la veracidad del otro, no hay diálogo posible.

martes, 13 de mayo de 2014

Los poderosos de siempre

Los poderosos de siempre se oponen a la reforma tributaria –parece que hay muchos más de los que se suponía. Para que no fueran un grupo tan indefinido, se los redujo a unas 4.500 familias (podría  publicarse una lista para conocerlas por nombre). Algunas de estas familias podrían tener decenas miembros, por lo que el grupo sigue siendo difuso. Además, quienes nos informan sobre esto dicen que no hay que creer todo lo que se dice, por lo que al final todo sigue envuelto la neblina de la vaguedad.

En todo caso, los poderosos de siempre se han asustado un poco (ya era hora) y al verse acusados por  videos emanados de los sótanos de La Moneda, probablemente se sientan como Sócrates ante el tribunal ateniense (supongo que el equivalente actual a una comedia de Aristófanes es un video en You-Tube). Les habría hecho bien leer la “Apología”, habrían estado mejor preparados  (ya decía Leo Strauss que Platón era un autor peligroso), pero  supongo que no tenían tiempo para esas filosofías.

Ahora bien, si los poderosos de siempre fuesen tan poderosos, un video como el que los acusa no habría llegado a ver la luz. Es de suponer que se les oponen otros bastante poderosos también, aunque sólo lo hayan sido desde 1990. Si sale la reforma tributaria quedará claro quién es el más poderoso.

Por otra parte, habría que ver si es verdad que estos poderosos lo han sido siempre. Quizás entre ellos se encuentren los descendientes directos de aquellos españoles esforzados que llegaron a estos fértiles valles con Pedro de Valdivia hace casi quinientos años –eso es como desde siempre– y se repartieron las tierras (sus nombres están inscritos en un monumento en el cerro Santa Lucía). Habría que ver, también, si este selecto grupo excluye a quienes no son miembros de las familias fundadoras de Chile (tomos I, II y III).

Pero una mirada a la historia reciente muestra, en cambio, que entre los poderosos que denuncia el gobierno hay bastantes recién llegados. Los grupos de inmigrantes se han integrado bastante bien en Chile. Es cosa de ver a los croatas (Luksic), a los ingleses (Edwards), italianos (Angelini), alemanes (Paulmann), suizos (Frei), españoles llegados después de la independencia (Menéndez), palestinos (Saieh) y otros. Ninguno de ellos fue bien visto en su época, los de siempre les tenían sobrenombres y los miraban en menos, pero ellos se ganaron su lugar. No fue hace mucho, menos desde siempre.

Esta imagen que ha creado el gobierno es una forma de manejar a los que no son poderosos, manipulando el lenguaje, la imaginación y otras formas de acceder a la realidad. Esa forma de concebir y ejercer el poder sugiere que los que ahora ocupan el gobierno aspiran a ser controlar vastas áreas de la vida nacional, y por mucho tiempo. A ver si alguien se anima a hacerles un video.