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martes, 27 de octubre de 2015

¿Y si el Papa Francisco tuviera razón?

“Él les dijo: ‘Un hombre de familia noble fue a un país lejano para recibir la investidura real y regresar en seguida … Pero sus conciudadanos lo odiaban y enviaron detrás de él una embajada encargada de decir: ‘No queremos que este sea nuestro rey’…” (Lc, 19: 12-14).

El nombramiento de Mons. Juan Barros como Obispo de Osorno y su posterior respaldo por el Papa Francisco siguen dando que hablar. Es curioso el revés de la fortuna: quienes habían aclamado a Francisco como un Papa distinto, “profético”, que estaba cambiando la Iglesia, ahora han llegado hasta preguntase si el Papa es tonto y a declarar que Francisco no es más que otro conservador. Este Papa es inclasificable y todo el asunto demuestra que es inútil tratar de apropiarse de su figura para una agenda propia. Por supuesto, si el Papa criticaba la codicia o la dureza de corazón era fácil estar de acuerdo con él, pero vino el nombramiento de Mons. Barros como Obispo de Osorno y el desacuerdo llegó hasta la prensa extranjera. Sin embargo el Papa se negó a retirar el nombramiento pese a las presiones. Se agrió la relación, los que estaban tan entusiasmados con Francisco empezaron a decir cosas como que el Papa debiera escuchar a la gente (¿pero no era este un Papa especialmente cercano?), que los poderes fácticos todavía gobernaban en el Vaticano (¿pero no era este un Papa que clamaba con voz de profeta sin miedo a los poderosos?) y por el estilo. Sin duda que es más agradable que el Papa esté de acuerdo las propias sensibilidades a tener que acatar la autoridad petrina. 

Al final vino la guinda de la torta, que todavía tiene crispados los ánimos de algunos osorninos y de más de algún santiaguino (que es lo que realmente importa). El Papa Francisco mandó a decir a la gente de la diócesis de Osorno que no fueran tontos, que toda esta campaña contra el obispo Barros la han armado los zurdos. Fuertes palabras (ya casi nadie habla de los zurdos). A esas palabras se respondió que el Papa le debía disculpas a los osorninos, que había un pacto (tácito) entre el Papa y la Iglesia chilena para manejar la crisis, etc. Es natural, quien lo ve todo bajo el prisma de una lucha de poder no tiene muchas alternativas para entender la realidad. Quizás lo que no se ha planteado es la explicación más sencilla de todas, a saber, que el Papa tiene razón: que la campaña contra el obispo Barros ha sido armada por los zurdos porque Mons. Juan Barros no es, como decirlo, zurdo. Por supuesto, eso es algo que los zurdos no pueden llegar a reconocer. Mientras tanto, el obispo de Osorno, nombrado y ratificado por el Papa Francisco, sigue siendo insultado e increpado por las calles de su diócesis. Es que el odio, de quienes se han auto-eregido como voceros de un pueblo, no descansa, lo que hace a la explicación del Papa más creíble que cualquier otra.

jueves, 16 de abril de 2015

No hay mucha salida de esta crisis

Si solo una persona –o unas pocas–  quebrantan una ley, tenemos un crimen. Si lo hacen todos –o casi todos–  tenemos una crisis. Puede ser que la ley sea inadecuada (cuando la ley quiebra a los ciudadanos, los ciudadanos quebrantan la ley) o que la población sea depravada. No es que esta crisis abarque a toda la población, pero sí a muchos (¿casi todos?) de los que tienen que ver con el financiamiento de las campañas políticas, que es el primer ámbito de la crisis.

Para salir de una crisis se puede aplicar la ley a rajatabla, caiga quien caiga, y eso suele implicar que van a caer casi todos, o se puede mirar para el lado. Lo primero sólo beneficiaría a los pocos que esperan salir libres de polvo y paja, y para hacerlo se requiere de una gran fuerza que respalde a la autoridad. Generalmente se prefiere lo segundo: estamos en democracia y las leyes las hacen las mayorías; y en este caso es aun más cierto que quienes han cometido los delitos son los hacen las leyes. Por lo demás, cuando nadie obedece las leyes se produce un colapso del sistema, la mayoría le dobla la mano al orden: una crisis social. El financiamiento de las campañas políticas no es el único lugar donde pasa esto, es cosa de ver la copia en el ámbito académico o el consumo de marihuana. Los hechos se imponen y la autoridad es impotente para hacer valer la ley para todos por igual.

En nuestro caso se produce una situación curiosa: si bien los que han cometido los delitos tienen el poder de absolverse o de ignorar lo que han hecho (es cosa de ver el comportamiento del Servicio de Impuestos Internos), la mayoría que otorga el poder mediante el voto no está dispuesta a perdonar. Pero esa mayoría no tiene los medios o a quien dirigirse para resolver la crisis. Se produce una tensión entre dos elementos que se necesitan mutuamente, pero que no se soportan. La clase política asumió que la ley era inadecuada y prefirió ignorarla antes que declarar su opinión de la misma, y la ciudadanía asume que la clase política es depravada. No está claro quién tendrá la última palabra. En Chile nunca pasa nada hasta que pasa algo.

Pero las raíces de la crisis llegan más hondo: las leyes no son lo más importante; para que se sostengan, y con ellas la sociedad, es necesaria la voluntad general de obedecerlas y la voluntad de la autoridad de hacerlas cumplir, sobre todo cuando se producen las primeras infracciones. Sin eso, de nada valen. Es decir, la sociedad depende de un sustrato moral previo a las leyes, y nuestra sociedad evita, precisamente, definir lo bueno y lo malo, relegando lo moral a la subjetividad. Lo que queda en común, entonces, es muy poco.

martes, 7 de abril de 2015

Lo que está en juego en el caso Costadoat

Puede parecer curioso, al comienzo, el revuelo causado por el caso del profesor Jorge Costadoat. Es un asunto de una facultad de teología (una ciencia que estudia lo que no existe, dirían algunos) en un estado no-confesional. Pero la religión sigue siendo importante, si se tratase de otra materia el revuelo no habría sido tanto. Además, el profesor Costadoat es ampliamente conocido gracias a sus escritos en la prensa. Pero lo que está en juego en este caso no es tanto la libertad académica –algo de eso hay– sino la identidad de la Iglesia Católica, y por extensión, la identidad de una universidad católica. Es por eso que el caso ha sido tan bullado, que cala tan hondo. La academia tiene sin cuidado a la mayoría, la Iglesia, no. No es el único caso dónde esto está en juego, es cosa de ver los choques de la conferencia episcopal alemana con Roma, pero éste es nuestro.

La piedra de escándalo es la autoridad. La cuestión de la identidad de la Iglesia Católica, y por lo tanto, qué es y qué no es teología católica y quién está dentro o fuera de la Iglesia, descansa sobre la autoridad (de textos, interpretaciones y, por lo tanto, de personas). Hubo un tiempo que en que esto se tomaba muy en serio. El Cardenal Silva Henríquez, por ejemplo, excomulgó Salvador Valdés, autor del libro Compañía de Jesús: ¡Ay!, Jesús, que compañía!, hoy, sin embargo, medidas de este tipo se considerarían inaceptables. La cuestión de la autoridad presenta varias alternativas: una, es que su sustento esté en el individuo: cada uno define para sí mismo lo que significa ser católico y si acaso lo es o no. No se sostiene; la Iglesia es una realidad demasiado antigua como para que un individuo pueda definirla a su antojo un día cualquiera. Pero si la autoridad no está en el individuo, podría estar en el grupo; es comprensible pensar así en una sociedad democrática: un catolicismo de consenso, que se construya desde abajo. Esto, sin embargo, choca con la concepción que la Iglesia tiene y ha tenido de sí misma como institución jerárquica, que además custodia unos textos y una tradición recibidos, es decir, como religión revelada –o sea, que se constituye desde lo más arriba posible. Son dos visiones opuestas: una inmanente, que busca conformarse de acuerdo los tiempos, y otra trascendente que busca que los tiempos se adapten a ella, porque está convencida de tener una verdad eterna. (Ahora bien, una Iglesia que se conforme a los tiempos que corren sería innecesaria: bastaría con los tiempos que corren, pero eso es otro problema.) Este es el conflicto profundo del caso Costadoat y es un conflicto que ha tensionado profundamente a la Iglesia por varias décadas (un punto de quiebre fue el rechazo explícito de la encíclica Humanae Vitae, de Pablo VI, otro fue la adopción de filósofos abiertamente anti-cristianos como base para la teología).

Siendo así la situación, es razonable preguntarse por qué no se produce una separación. En su momento, quienes se opusieron a la jerarquía y a la tradición de la Iglesia se separaron de ella; hoy, parece haber más reticencia en hacer algo así. Se comprende; por una parte está la convicción sincera de ser parte de la Iglesia (aunque sea en “el límite” o para poder cambiarla desde dentro), pero en varias décadas la Santa Sede no ha cedido en ningún punto conflictivo; es poco razonable pensar que vaya a hacerlo. Por otra parte, la identidad de la Iglesia Católica es algo demasiado valioso, desde todo punto de vista, como para renunciar a ella. (Podría reducirse a esto: tiene más peso y prestigio ser un teólogo disidente dentro de la Iglesia que ser un teólogo protestante fuera de ella.) Persiste la cuestión sobre en qué consiste la identidad católica, y no es una cuestión de doctrina versus práctica, porque toda práctica depende de una doctrina. Durante muchos años ha habido profusión de teólogos y clérigos que se han opuesto a la jerarquía y a la tradición de la Iglesia en diversas materias, al punto en que algunos llegan a hacerlo sin siguiera darse cuenta. Esto ha dejado a los fieles muy confundidos, situación que se agrava en una cultura que exacerba el sentimiento. Llega al punto en que cuando un obispo ejerce su potestad –de manera bastante suave, si se observa bien– se arma un escándalo: lo que está en juego es mucho más que una cátedra universitaria.