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martes, 21 de octubre de 2014

El nombre del cerro

Concluida la consulta ciudadana sobre el cambio del nombre del cerro Santa Lucía-Welén hay un par de cosas que notar. La primera es la frivolidad de la mayoría de los comentarios al respecto: preguntaban si acaso el consejo municipal no tenía cosas mejores que hacer. Indudable, pero lo que se juega en el cambio de nombre de un pedazo de tierra es mucho más profundo, se trata de la identidad. Se trata de rechazar la herencia hispana (cristiana) y de implementar una identidad nueva (el pasado indígena, que evoca al buen salvaje, es siempre una reconstrucción ideológica). Eso lo saben bien quienes promueven este tipo de cosas, pero quienes la rechazan no alcanzan a darse completa cuenta. El manejo de los símbolos, como los nombres de los cerros y de las calles, es más importante que el manejo económico. En un caso se trata de cuánto se tiene y qué tan cómodo se está, en el otro se trata de cómo se ve el mundo. Quienes entienden la importancia de los nombres pueden, con un poco de habilidad, hacer lo que quieran con los que sólo están pendientes de los números (cosa que quedó demostrada de manera absoluta en la última elección).

Pero este asunto del cerro muestra también los límites de la ley. Se puede intentar controlar la realidad por medio de leyes, pero hay realidades que se resisten a morir. De hecho, aunque el nombre oficial del cerro sea “Santa Lucía-Welén” nadie se refiere a él así: es un fracaso de nombre.

La cuestión termina con dos lecciones de política práctica. Los buenos burgueses de Santiago se mostraron conservadores, se inclinaron por el nombre de siempre. La gente es bastante más conservadora que lo que se cree, sobre todo a la hora de actuar en serio. Pero los líderes no. Como el resultado no fue el esperado, la “consulta ciudadana” se quedó en eso, una opinión no tomada en cuenta. Como el cerro no puede llamarse “Welén”, tampoco va a volver a llamarse sólo “Santa Lucía”. Téngase presente: ése es el valor que la progresía da a cosas como democracia, consultas y diálogo social: sólo si me conviene, sólo si el resultado es el que espero, y cuando no, autoritarismo.

martes, 5 de agosto de 2014

El impulso conservador

“No experimenten con nuestros hijos” ha sido la declaración de la Confederación de Padres y Apoderados de Colegios Particulares Subvencionados. Es natural: lo que se puede ganar es incierto y lo que se puede perder, mucho. Ante una situación así surge el impulso conservador, nadie juega de esa manera con lo propio, con lo que se ama.

Quizás el ciudadano de a pie, ese que no lee a los intelectuales de moda en los medios de prensa alternativos y no puede darse el lujo de salir a marchar muy seguido porque tiene un horario que cumplir, no se comprometa con muchas causas. Es lógico, no se puede estar en todas las peleas, menos si se tiene que mantener una familia. Pero si ese ciudadano está dispuesto a dejar pasar muchas cosas, no quiere decir todo le dé lo mismo. Hay algunas que quiere conservar, las que siente como más propias.

El impulso conservador, aunque no esté muy a flor de piel en Chile -es cosa de ver lo poco que se cuida el paisaje o el lenguaje-, es propio de todo ser vivo, o de toda entidad moral, que no quiere desaparecer. Nace del amor que se tiene a uno mismo, o a lo propio –cercano a uno, que se quiere conservar. En la medida que falta ese amor la tendencia a la conservación se pierde: ahí es cuando se asumen riesgos de resultados inciertos, o simplemente se destruye.

La tendencia a conservar no puede ser ciega al hecho que la permanencia en el tiempo implica cambios, el inmovilismo puede llevar a la destrucción y el embalsamamiento presupone la muerte. Pero los cambios que se hacen en vistas a permanecer no pueden ser tan bruscos, extensos y repentinos que desfiguren radicalmente lo que se quiere conservar.

Los cambios radicales –revolución, retroexcavadora, etc. – al ser totales, suelen ir acompañados de riesgos difíciles de minimizar. Puesto de otra manera, una vez realizado el cambio radical, no hay vuelta atrás y si se perdió algo, es irrecuperable. El “Transantiago” es quizás el mejor ejemplo reciente de esto. Además, los cambios sociales radicales, como suelen venir de una elite intelectual y generan resistencia, tienden a destruir algo muy preciado, la paz social, que es uno de los bienes que se puede tener en común con otros. Los padres de niños de colegios subvencionados se dan cuenta de esto: lo que hay no es óptimo, pero al menos es real. Lo que viene puede ser cualquier cosa, sin derecho a devolución. La tendencia conservadora se centra en lo concreto existente y aprecia lo bueno que puede encontrar ahí, desconfía supuestos futuros que siempre prometen ser mejores.

El impulso conservador está latente, amenazas directas a algo tan cercano al corazón de las personas como son los hijos hacen que surja. Pero la reforma educacional no es la única que está en curso. ¿Seremos capaces de llegar a decir a los ingenieros sociales, que se apoyan con frecuencia en burocracias internacionales, “No experimenten con nuestro Chile”? Para eso hay que tener el corazón un poco más grande.