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martes, 22 de julio de 2014

“Los animales son amigos, no comida”

Los espacios públicos de mi ciudad, como de tantas otras en Chile, son propiedad de grafiteros, que –creando conciencia– extienden su solidaridad a diversas causas con pequeñas contribuciones forzosas de los vecinos.

Hace unos días me llamó la atención un “stencil” que proclamaba que “Los animales son amigos, no comida”. Para ver si era verdad, decidí preguntarles a los mismos animales. Un gato confesó que para él las lauchitas y los pajaritos sí eran comida y que no sentía ningún remordimiento al matarlos. La tortuga de agua que vive en una pileta cercana me informó que no era amiga de los peces que viven con ella y que, más aún, intentaba devorarlos cada vez que podía. Los peces, por su parte me dijeron que no eran amigos de la tortuga. Así las cosas en el maravilloso mundo de los animales. Juzgué innecesario seguir con mis averiguaciones.

¿Serán capaces de amistad los animales (incluyendo a las lombrices, por ejemplo)? ¿Quién hace la división entre tipos de animales? Sin duda hemos avanzado algo en nuestra comprensión de los seres vivos desde el mecanicismo Cartesiano, pero regirse por la emocionalidad que despiertan ciertas criaturas en ciertos momentos no es ningún avance. Es enternecedor –por ejemplo–  ver en un documental a un cachorrito de oso polar jugando en la nieve; pero su madre, con las fauces chorreando de sangre después de una jornada de caza, es otra cosa. Sin embargo, la muerte cruenta de muchas focas es necesaria para la vida de los ositos polares que nos conmueven con su ternura.

La naturaleza es increíblemente cruel, cuando se la antropomorfiza. Pero nociones de crueldad, justicia y misericordia son nociones humanas, y el hombre, mal que le pese, está, de cierto modo, fuera del mundo natural. Es el problema del animalismo: es inevitablemente antropocéntrico (tal como el indigenismo y el multiculturalismo son, al final, una forma sutil de eurocentrismo, pero de eso hablaremos en otra ocasión).

Si está mal para un ser humano comerse a un animal, como lo indicaba el “stencil” visto en una plaza de mi ciudad ¿Estará mal para un animal hacer lo mismo? ¿Entiende un animal conceptos como bondad o maldad? ¿Qué se le dice a un animalito que mata y come a otro animalito? La respuesta es que nada: no entiende. Ahí está la diferencia.

martes, 25 de febrero de 2014

Leyes de la selva

Ahora que se acaba el verano y las tardes están más frescas y las sombras se empiezan a alargar, a veces salgo, no a cazar, no, sino a pasear con la escopeta. Aunque todavía no alcanzo el estado místico del cazador que describen algunos autores como David Petzal o Norman Strung –algo así como una via unitiva cinegética– son más las veces que no disparo que las que disparo. (Para que se quede tranquilo el lector escrupuloso, tengo al día los permisos de caza y de transporte de armas, soy consciente de que en esta época del año la ley sólo permite la caza de especies dañinas –sí, las hay– y la obedezco).

Un hombre armado por las viñas y maizales ya no es algo común de ver, y el arma es objeto de preguntas y  comentarios. Es sorprendente la ignorancia de muchos en esta materia: la diferencia entre un rifle y una escopeta, los calibres, modos de funcionamiento, etc. son completamente desconocidos para buena parte de las personas. (Nadie está obligado a saber de estas cosas, pero tampoco no es difícil llegar a saberlas.) Tampoco faltan, a veces, las críticas y, a veces, un insulto gritado desde lejos.

Se sabe poco, y en estas cosas prima la emoción. Ayer, por ejemplo, vi en la calle un volante que aludía a una nueva ley de caza (la que incluiría a los perros asilvestrados en la lista de especies dañinas): “Tu pena no sirve de nada si no actúas”, decía. Exactamente: “pena”, sensibilidad; porque el conocimiento es otra cosa y la reflexión, algo todavía más distinto.

Por un lado, la ecología es una ciencia compleja: existen ciertas especies  introducidas por el hombre, como los perros asilvestrados –también los gatos que vagan por los parques y jardines–, castores, jabalíes, visones, cotorras, liebres y conejos, que dañan los ecosistemas y alteran el equilibrio. Muchas de estas especies no tienen depredadores naturales, y sólo la acción humana puede ponerles cierto freno. Se puede tener pena por un animal; es mejor tener pena por el ecosistema completo.

Pero quedarse acá sería sólo arañar la superficie. El volante que vi ayer llamaba a protestar por una ley. El hombre se rige por leyes, que en sociedades más o menos democráticas son más o menos razonables y son promulgadas con el consentimiento de los gobernados, y los que no las obedecen son castigados. Por eso hay leyes de caza, y por eso, también, los seres humanos podemos discutir sobre estas cosas. Entre los animales no hay tal cosa. Siempre me he preguntado qué le diría un ambientalista al conejo que destruye el bosque esclerófilo de la zona central, o al gato que acecha a una tortolita o a un zorzal. La respuesta es “nada”, obviamente, porque no hay entendimiento posible, y eso marca la diferencia radical entre el ambientalista, o el cazador, y el animal que caza siguiendo sólo la ley de la selva.

Quede esto hasta aquí. Que llueva sobre mí la ira de los que nunca han visto la naturaleza en toda su crueldad, brutalidad y complejidad, y belleza. 

miércoles, 6 de junio de 2012

El problema ecológico otra vez

por Federico García (publicado en El Diario de Concepción)

Hidroaysén en la Patagonia y la planta de cerdos en Freirina generan protestas, hoy. Ayer fueron la central en Barrancones y la mina en la Isla Riesco. El problema ecológico, el de la relación del hombre con la naturaleza, parece estar siempre presente. No parece que tenga una solución satisfactoria. Una vuelta al pasado pre-industrial seguramente disminuiría los niveles de contaminación pero también implicaría una reducción en el nivel de vida que pocos estarían dispuestos a aceptar; no sólo en cuanto a comodidad, sino también en cuanto al nivel de salud, entretención y hasta de acceso a la cultura.

La dificultad del problema ecológico radica, en parte, en su planteamiento. Si el hombre es parte de la naturaleza, es decir, un animal que está al mismo nivel de las demás especies, y por lo mismo no tiene derecho a imponerse sobre ellas, entonces no hay problema: cualquier acción humana sería tan natural como la de un animal o vegetal. No habría diferencia, más que cuantitativa, entre un panal de abejas y un edificio de departamentos, entre un estacionamiento subterráneo y la cueva de un conejo. Evidentemente esto no es así.

Pero si el hombre no es parte de la naturaleza, ¿puede plantearse la posibilidad de que tenga algún derecho de uso sobre ella? Después de todo, sería el único ser sobre este planeta que no forma parte del medio en que vive. Es interesante notar que todos los seres vivos tienen su nicho ecológico propio, una función dentro del todo, mientras parece que el hombre no encaja. ¿De dónde le vendría el derecho de uso? No es fácil, en tiempos de una conciencia ecológica exacerbada, pero poco reflexiva, afirmar la superioridad humana sobre el resto de las especies. Pero aquí ya está el germen de la solución; el hombre es el único animal que se cuestiona su derecho a usar del resto. Los otros lo hacen sin más.

Aún después de notar lo anterior, no queda resuelto el problema. El hombre es distinto de la naturaleza, y no parece formar parte de ella, pero la necesita para poder sobrevivir. Cualquier cosa que haga causará una disrupción (si es poca gente en un territorio extenso, no se nota mucho, pero la hay de todas maneras). El hombre usa y transforma la naturaleza, no siempre con medida, a veces cruelmente, e incluso llega a dañarse a sí mismo cuando lo hace. Aún así, no puede dejar hacer eso si es que quiere permanecer.

¿Pero debería permanecer sobre la tierra quien puede ser tan a veces tan cruel con las otras criaturas? No debe olvidarse que la naturaleza también es cruel, pero de todos los que seres que causan dolor a otros en su lucha por la supevivencia, el hombre es el único que es capaz de cuestionarse a sí mismo por ello. Ahí está la respuesta.