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martes, 7 de julio de 2015

Aborto: derechos en cuestión

Comencemos considerando que el lector de estas líneas tiene derecho a la vida. En concreto, este derecho consiste en que a uno no se le puede despedazar, ahogar en una solución salina, triturar el cráneo, etc.  Para hacer valer este derecho se recurre a las instituciones y, en caso extremo, a la propia fuerza. Cuál sea el origen o fundamento de este derecho no es algo para investigar ahora, basta con que el lector esté convencido de que es titular del derecho a no ser asesinado. Pero aparte de la pregunta por el fundamento de este derecho, pueden hacerse otras de alguna manera relacionadas con la anterior: si tengo el derecho a la vida, ¿desde cuándo lo tengo? y ¿quién más lo tiene?

Respondamos en primera persona. ¿Desde cuándo tengo derecho a que se respete mi  vida? Desde que yo soy yo, obvio, dado que yo soy el titular. Pero desde cuándo hay un sujeto de derechos, desde cuándo soy, eso ya no es tan obvio. Uno puede hacer memoria, y como mínimo sabe que si hay  recuerdos conscientes, hay un titular del derecho a la vida. Cada uno sabrá qué edad tendría cuando formó sus primeros recuerdos ¿Tres años? Bien, pero antes de eso, a los once meses ¿tenía yo derecho a no ser muerto? Parece que sí, entre otras razones porque once meses yo era yo, el mismo que soy ahora, aunque no lo supiera. La auto-conciencia  no parece ser el criterio último de inicio del derecho a la vida. Por lo demás el sueño, la anestesia, la borrachera o las drogas también anulan la conciencia pero no quitan el derecho a la vida. Es cierto que el que pierde la conciencia por estas causas la recupera después de un tiempo, sí, pero también el ser humano demasiado joven para ser consciente la alcanza si se espera lo suficiente. La continuidad del “yo” a través de los periodos de inconsciencia y llevada aún al periodo anterior su inicio hace que nos replanteemos la cuestión. Quizás el concepto clave aquí es el de continuidad. Si la conciencia no es continua, habrá que ver qué es lo continuo, lo que da unidad. El comienzo de este continuo que es la vida de cada uno tendrá que estar en un inicio que sea una ruptura con algo anterior o en una novedad (de lo contrario nuestro “yo” se extendería indefinidamente hacia el pasado). El nacimiento no es una ruptura tan grande como para ser ese inicio, porque es un evento que puede ocurrir en distintos momentos para cada uno (nueve meses de gestación, ocho meses y medio, etc.). Es decir, el suponer que ya hay un “uno” que espera nacer indica que se existía antes de eso. De hecho, el único evento en la vida de cada uno que supone una novedad, que no presupone que “uno” existe en el momento anterior, es la concepción o fecundación, dónde dos se transforman en “uno” y aparece algo o alguien realmente nuevo. Todo lo que viene después es un continuo gradual: cambios de tamaño y figura, aumento de capacidades, etc.

Sobre lo segundo, sin entrar en el fundamento del derecho a la vida, se puede responder que si alguien más tiene un derecho que yo tengo, tendrá que ser alguien como uno, otro como yo. ¿En qué sentido como yo? Por supuesto que no en un parecido superficial, tamaño, figura, capacidades; cosas que admiten grados, de más o menos. De ser así, los que fueran más como uno podrían reclamar el mismo derecho con más propiedad que los menos parecidos. Tendrá que ser entonces un parecido en algo fundamental, que no admita de grados. Aunque no parezcan ser los términos más adecuados, se podría formular así: si alguien más, si algún otro, tiene derecho a la vida, ese  otro tiene que ser el mismo tipo de cosa que yo. Es decir, otro ser humano. Otro Homo sapiens. Y el feto, el embrión, lo es.

martes, 26 de mayo de 2015

Sin miedo a las armas

Noticias recientes, nacionales e internacionales, han revivido los clamores para un control aún más estricto sobre los civiles que tienen armas. Se entiende, pero las leyes hay que hacerlas con la cabeza fría para no caer en desproporciones. Es comprensible que las armas pongan nerviosas a algunas personas, su poder destructivo es evidente y no tienen otro propósito, sin embargo es necesario poner esto en perspectiva, así se pasa de una reacción visceral a un juicio más razonado. Escribo esto como respuesta a la columna “¡Paremos la matanza! Expulsemos las armas de América” de Marco Canepa, publicada en El Definido. Entiendo el punto de vista del autor –y durante algún tiempo ese punto de vista fue el mío– pero creo que algunas distinciones y aclaraciones están en orden para un debate más productivo.
Comencemos con una objeción: un arma no es, como suelen decir los defensores del derecho a tener armas, aludiendo a Shane, una herramienta como cualquier otra. Un arma es una herramienta destructiva, sí, pero eso no la hace mala. Un hacha o un combo son también herramientas destructivas. Lo que hace especialmente destructiva a un arma de fuego es que su poder no depende de la fuerza del que la usa y además opera a distancia. Al funcionar en base a la energía almacenada en un producto químico, cualquiera puede aplicar enorme poder sin importar su edad o tamaño. (Esto es de especial importancia en un mundo en el que los más grandes y fuertes abusan de los más pequeños y débiles –por eso dijo Samuel Colt que él fue quien había igualado a los hombres.) Un arma se parece no tanto a un hacha, sino a una motosierra (una herramienta que impone respeto, exige un uso cuidadoso y también despierta temor en algunos). Si le agregamos que es de fácil manejo y pequeño tamaño, tenemos un artefacto destructivo único. Por lo mismo parece sensato regular el uso de armas de fuego, como se regulan otros artefactos que funcionan en base a energía almacenada en un producto químico, como los automóviles. ¿Pero eliminarlas completamente? Es aquí donde hay que enfriar la cabeza y hacer distinciones.
Lo primero es distinguir la propaganda de los argumentos. Me refiero a otro artículo publicado en El Definido, citado por Canepa en el suyo, que muestra una “tienda de armas” que sólo “vende” armas que han estado involucradas en accidentes o asesinatos. Vale. Eso le quita a cualquiera las ganas de comprar una, pero es sólo la mitad de la historia. Una actitud honesta hubiera exigido tener también en exhibición armas usadas exitosamente en la defensa de la persona o de la familia, armas de caza con las que campesinos hayan podido controlar plagas y llevar carne a la mesa de su hogar, armas deportivas con las que se hayan ganado campeonatos mundiales y medallas olímpicas. Pero la actitud propagandística sólo considera un lado de cada cuestión.
Lo segundo es aclarar que los llamados a prohibir la tenencia de armas se dirigen no tanto a la conducta sino al instrumento. En su artículo, el autor reconoce que esto es una solución parche, pero es sorprendente la fe en el parche. Es verdad que la restricción en el instrumento disminuye la capacidad del malhechor, pero las prohibiciones suelen ser acatadas por los ciudadanos honestos y no por los criminales. Se menciona que los delincuentes obtienen sus armas de los mismos ciudadanos honestos, pero lamentablemente ellos no son su única fuente y la tecnología actual permite fabricar armas caseras con relativa facilidad. Frente al problema de las armas de fuego como instrumento del crimen una solución más razonable parece ser combatir directamente al delincuente mediante la aplicación de las leyes ya existentes, porque el problema es el crimen, no las armas.
El Estado moderno reclama para sí el monopolio de la fuerza, pero éste no es completo. Los criminales también ejercen la fuerza y los funcionarios del Estado sólo llegan a tiempo para constatar el daño. El hecho es que frente a un criminal decidido el ciudadano inocente no puede contar con la defensa de la policía, que demorará en acudir a su llamado. Los derechos a la vida y a la integridad física son vacíos si es que hay una prohibición de poner los medios para defenderlos. Con una prohibición total para la tenencia de armas por parte de particulares, el ciudadano de a pie queda indefenso, dependiente de lo que el Estado pueda, o quiera, hacer por él en una emergencia.
Lo anterior nos lleva a un punto más delicado. No todos los países tienen una misma cultura de armas, reconoce el autor, pero por lo mismo, se trata de una cuestión que admite matices, y una cuestión prudencial no se ve bien servida por soluciones radicales. Aunque América sea el continente más violento, no parece prudente aplicar en Chile una medida provocada por la situación de Honduras, El Salvador o México (que, por lo demás, tiene una legislación sobre armas extremadamente restrictiva). De nuevo, el problema no parece estar tanto en el instrumento sino en la conducta. En Suiza, por ejemplo, la tenencia de armas es común y los suizos hace unos años rechazaron restricciones a la tenencia de armas, pero ahí no parece haber problemas de violencia. Se dice que países como el nuestro, en cambio, son inmaduros, por lo que correspondería una total restricción. De acuerdo. Pero si se acepta que la población de un país es demasiado inmadura como para permitírsele tener armas de fuego, una actitud coherente exige que se la considere inmadura también para otros asuntos de importancia, como pedir créditos, elegir a sus gobernantes, convocar manifestaciones (que suelen terminar con daños a la propiedad pública y privada), etc. A un pueblo inmaduro no se le pueden dar muchas libertades.
Con esto llegamos a la consideración penúltima: es una consideración teórica, pero que alguna vez ha visto su aplicación real. Un ciudadano armado, un pueblo armado, es capaz de defender su libertad frente a un Estado que podría verse tentado a usar el monopolio de la fuerza contra el mismo pueblo. No en vano recuerdan los defensores del derecho a tener armas que el primer registro completo de armas en manos de civiles fue realizado, sí, por la Alemania nacional socialista. Otros regímenes totalitarios luego hicieron lo mismo. Un arma de fuego, precisamente por las características que la hacen de temer, es la última línea de defensa del ciudadano honesto ante el más fuerte, sea quien sea. Eso lo aplicaron heroicamente los armenios defensores del Musa Dagh, cuya epopeya –relatada por Franz Werfel– ahora cumple cien años, por citar sólo un ejemplo.
Por último, no se puede dejar de reconocer que la posesión de un arma de fuego implica riesgos para quien la tenga: si no la sabe usar o no está decido a hacerlo, un delincuente podría quitársela y usarla en su contra. Podría ser encontrada por un niño y causar un accidente (como autos y piscinas son constantemente causa de accidentes). Aumenta el riesgo de que se concrete un intento de suicidio. Implica riesgos, sí, como permitir una marcha implica el riesgo de locales saqueados, como el voto universal implica el riesgo del populismo. A una persona inmadura, a un pueblo inmaduro, se le puede indicar qué riesgos tomar y cuáles no, y es siempre tentador declarar inmaduros a los demás. Por mi parte, asumo: prefiero tener un arma en casa mil veces y no necesitarla nunca, con todo lo que ello implica, a necesitarla una sola vez y no tenerla. La eliminación completa de las armas es una bella aspiración, pero no reconoce la condición de nuestro mundo caído.

martes, 2 de diciembre de 2014

Aborto, libertad y derechos

Si hay algún absoluto moral que hoy sea aceptado, es que la libertad de uno termina donde empieza la del otro. No es mucho, pero es algo. Dónde queda ese misterioso lugar donde se encuentran ambas libertades, qué se hace en caso de un conflicto irreconciliable y por qué se ha de respetar la libertad del otro, son cosas no resueltas. Algunos, más concretos, dicen que la libertad de uno termina donde empiezan los derechos del otro, y por supuesto, queda por resolver cuáles son esos derechos y quién cuenta como un "otro" que pueda tener derechos. Si bien estas formulaciones no consideran una buena parte de la vida moral del hombre, son relevantes para la discusión actual sobre el aborto, que hace tiempo dejó de ser un asunto de salud.

La pregunta por el "otro" es la primera; desde la respuesta que se obtenga podrá resolverse la cuestión de sus derechos. Ya es un problema plantearse quién es sujeto de derechos, y si alguien tiene el derecho de determinar quien cuenta como un "otro". Si los derechos son algo meramente otorgado por unos a otros entonces no son verdaderos derechos. Si se entiende el derecho como aquello que a uno le pertenece, como lo propio, no puede ser algo recibido sino poseído desde que se es. Después de todo, quien otorga también puede quitar. La libertad de uno o de una, entonces, ¿termina dónde empieza el derecho del feto a no ser destruido? ¿Es el feto un sujeto de derechos? Es tentador disminuirle los derechos al embrión humano (¿con qué derecho?), al fin y al cabo, un embrión puede ser molesto y si se lo quita de en medio no hay quien reclame por él. Además, él es diferente. Sin embargo, proceder de esta manera lleva a algunas posiciones que pueden llegar a ser insostenibles.

Está claro que el ser humano adulto es sujeto de derechos. La pregunta es dónde radican esos derechos humanos. Siguiendo la definición, podría responderse que radican en misma humanidad, en el hecho de ser humano y no otra cosa. Siendo así la situación, dado que el embrión que es tan miembro de la especie Homo sapiens como cualquier adulto, también es sujeto de derechos humanos y esos derechos constituirían un límite a la libertad de otros. Para quitar o disminuir los derechos del embrión, entonces, es necesario hacer que los derechos humanos no radiquen en la humanidad misma, sino en alguna característica de ella, como la auto-conciencia, la capacidad de proyectarse al futuro y tener intereses propios, la capacidad de sentir dolor, el desarrollo del sistema nervioso central, ser querido o deseado por otros, etc. El problema es que es si se procede así hay otros que caen o pueden caer en la categoría de los sin derechos, como los niños recién nacidos o los enfermos mentales severos. Si bien en el Chile actual es insostenible afirmar que un niño de pocos meses no tenga derechos, por no tener auto-conciencia, intereses propios, etc. ya hay profesores de prestigiosas universidades que proponen esto en revistas académicas. Es el "progreso" lógico de una posición a otra. 

Pero eso no es lo de fondo. El asunto es que las características de un ser humano, como la capacidad de tomar decisiones sobre su vida, su inteligencia, el desarrollo o deterioro de su sistema nervioso, etc. son todas características que admiten de grados, de más o menos. Si los derechos de la persona radican ahí, se abre la puerta a distintas categorías de seres humanos, con más o menos derechos según sea mayor o menor su desarrollo cognitivo, capacidad para proyectar el futuro, etc. La humanidad, en cambio, no admite de grados, o se es humano o se es otra cosa, pero no hay seres humanos que sean más humanos que otros. Esos nos hace a todos iguales, igualmente humanos, iguales en humanidad, también, a los recién nacidos, a los niños prematuros y a los embriones.

jueves, 27 de noviembre de 2014

¿Y si la educación fuera un derecho?

En su columna “La mentira del Derecho a la Educación”, Gustavo Soto de la Plaza cuestiona uno de los mantras más populares de hoy: que la educación sea un derecho. Cuestionar la consigna de turno probablemente lo convierta en un hereje entre los bien pensantes, pero la realidad es más compleja de lo que él mismo insinúa. Es cierto que en el breve espacio de una columna no se puede establecer una teoría de los derechos y de la sociedad, pero una consigna no se derrota reemplazándola con otra.

Si se toma la vida como el primer derecho, ya que sin él no puede haber otros, y si se toma la libertad como el fundamento de los derechos, ya que a través de ella se es dueño de la propia vida, la propiedad privada surge naturalmente como derecho, pues sólo contando con algo propio puede sustentarse la propia vida y ejercerse la libertad. Pero esta subordinación a otros derechos muestra que la propiedad no es un derecho absoluto. La vida humana no tan simple; el hombre existe como individuo pero su vida es social (de hecho, el comienzo de toda vida humana no está en el individuo, sino en una sociedad o asociación previa). Frente a las demandas que pueda hacer la sociedad frente al individuo es tentador desestimarla como una simple colección o agrupación de individuos, dado que éstos son lo que existe primeramente. Pero de la misma manera podría negarse la existencia del individuo, si lo considera sólo como una agrupación de órganos, y así... Se trata de ver qué es lo que mantiene unidas a las partes, y análogamente, qué es lo que une a los individuos en una sociedad. Los vínculos sociales no son sólo los generados libremente; en el momento en que el individuo se hace consciente de su individualidad ya ha recibido mucho de la sociedad en que vive. La columna en cuestión, por ejemplo, está escrita en castellano y no en un lenguaje privado. La sociedad no es un límite para el individuo y sus derechos, sino el ámbito dónde pueden darse ambos.

En la contingencia diaria, la cosa se complica aún más. Por una parte, como dice Gustavo Soto, los derechos están para proteger al individuo ante las imposiciones ajenas, pero por lo mismo imponen al resto el deber de respetarlos. No es mucho el problema, los derechos negativos son básicos: para respetarlos no hace falta hacer nada, sólo abstenerse. Sin embargo esto no funciona de igual manera para todos: si el derecho a la vida de un adulto se respeta no matándolo, en el caso de un infante su derecho a la vida impone a sus padres el deber de alimentarlo, limpiarlo, abrigarlo, etc. Para ese mismo infante, la libertad expresión no significará nada si no se le enseña a hablar. Esto muestra que aún los derechos negativos pueden imponer deberes positivos sobre determinadas personas. Y el asunto no termina aquí, los derechos a la vida y a la propiedad son custodiados por la sociedad mediante instituciones, ya que no todo individuo es capaz de hacer valer sus derechos frente otro más agresivo. Establecer este tipo instituciones requiere del aporte de los que se benefician. La contribución material o personal a la sociedad no es, entonces, una imposición arbitraria de unos sobre otros.

¿Y el derecho a la educación? Por una parte la vida humana es social, y por otra, racional. Para vivir humanamente el ser humano necesita de alimento tanto para el cuerpo como para el intelecto. Si en sus primeros años el derecho a la vida implica el derecho a recibir alimento de otros, puede considerarse que el derecho a ser educado surge como una exigencia de la racionalidad humana. Ahora bien, de esto no se sigue que el deber de educar recaiga sobre el Estado; al igual que el deber de sustentar la vida física, es deber de quienes dieron inicio a esa vida preocuparse de que continúe en la mejores condiciones posibles. Aun así, a toda comunidad le conviene que sus miembros estén bien educados.  

martes, 11 de febrero de 2014

Gratuidad universal y derecho a la educación

Los líderes estudiantiles han sido implacables en su exigencia de educación universitaria gratuita. El caso Peirano sigue haciendo olas y eso que el nuevo gobierno todavía no asume.

La respuesta esta exigencia suele ser que sería injusto dar educación gratuita a quienes pueden pagarla.  Parece razonable, pero los estudiantes no transigen. Hay asuntos que son de todo o nada. Saben bien que por dejar un resquicio abierto se les pueden meter variables indeseadas. Eso también lo sabemos quienes defendemos otros bienes.

Por otra parte, como objeción, es bastante débil, puesto que los impuestos de los que tienen más financiarían los estudios de todos. Es decir, a los más acaudalados tendrían que pagar su educación y la de los que tienen menos.

Se podría responder que, si bien la sociedad entera se beneficia cuando uno de sus miembros se educa, el principal beneficiado es el que recibe la educación, sobre todo en Chile, donde la educación está casi completamente orientada a la práctica de una profesión. Sería justo que el principal beneficiado se hiciera cargo del costo. Además, dado que muchos jóvenes no llegan a la universidad, aquellos que acceden a la educación superior son privilegiados y la gratuidad sería acumular un privilegio sobre otro.

Pero el asunto va más allá. Se trata de si la educación es un derecho y cómo debe garantizarse. El lenguaje de los derechos es atractivo, pero los derechos tienen un fundamento y eso nos obliga a superar la consigna. Si la educación es un derecho, es distinto al derecho a la integridad física, por poner un ejemplo. Uno tiene derecho a pedirle a otro que respete la integridad de uno; para eso, el otro simplemente tiene que abstenerse de hacer algo.

Ahora bien, es legítimo preguntarse si uno tiene derecho a pedirle a otro que le entregue educación a uno. También puede uno preguntarse si la educación es algo que se le puede pedir a cualquiera. Pero no se debe olvidar que el ser humano vive gracias a su intelecto y no a sus instintos y el intelecto requiere de educación. Negarle a una persona el desarrollo de su inteligencia es como negarle la comida para el cuerpo. Sin embargo, tal como algunas personas son directamente responsables de mantener la vida corporal de otras, lo mismo ocurre con la vida intelectual.

La cosa se complica más. Cierto que la educación es un derecho, porque el ser humano la necesita para ser plenamente humano, pero de ahí no se sigue que un tipo determinado de instrucción sea un derecho, o que ir a la universidad también lo sea, y que la sociedad entera tenga el deber de entregarlo.

Por último viene la parte práctica. ¿Podría el Estado poner un puntaje mínimo de ingreso a la universidad gratuita? ¿Qué pasaría si ese puntaje fuese tan alto, que sólo unos pocos lo alcanzaran? ¿Podría el Estado poner condiciones para la permanencia de un alumno en la universidad? ¿Puede decirse que la educación sea un derecho universal, considerando esto? ¿Qué pasa si el alumno educado gratuitamente no encuentra trabajo, o decide trabajar en otro país (como de hecho ocurre)? En fin, mientras no se llegue más allá de la consigna, no puede esperarse mucho avance.

martes, 4 de febrero de 2014

Lo que el Estado no me puede dar

Si el gobierno anterior de Michelle Bachelet tuvo un lema, se podría decir que fue el de la “Red de protección social”. El Estado protector, no subsidiario. Lo que aquello pueda implicar para la política en el futuro más a largo plazo, o incluso para la independencia de los ciudadanos, no se discutió. Nunca hemos sido muy amantes de la libertad.

El gobierno que comienza en marzo promete lo mismo y en mayor cantidad. Antes de asumir ha caído una subsecretaria que no estaba completamente adherida a la consigna de la gratuidad en la educación universitaria.

La red de protección social es una buena imagen de Bachelet: es como una madre recoge al niño que tropieza y cae. Ahora, si cuando uno tropieza (no ahorró para la vejez, no previó que podía quedar sin trabajo, etc.) no se observan consecuencias, es probable que uno se vuelva cada vez más descuidado.

Los llamados derechos sociales, salud y educación son los principales que se mencionan, son complejos. Los derechos se refieren a aquello que a uno le es debido. Si uno tiene un derecho, otro tiene el deber dárselo (y esa es la principal relación entre derechos y deberes). Por eso, los derechos a secas son, no aquellas cosas que a uno le tienen que dar, sino aquellas que a uno no le pueden quitar: la vida, la honra, la libertad, etc.

Además de garantizar los derechos, el Estado –al que los amantes de la libertad querían originalmente limitar– puede hacer muchas cosas y de hecho las hace. (Para eso exige contribuciones de los ciudadanos con mecanismos como el IVA y una buena parte de ellas las despilfarra en cosas como el Transantiago, los sobres con billetes, el financiamiento a los partidos políticos, etc. Eso es un escándalo, pero no escandaliza a muchos.)

Parece que para algunos la situación ideal sería una en que el Gobierno se hiciera cargo de todo y la responsabilidad individual quedara reducida al mínimo. Sin embargo, por mucho que pueda hacer el aparato estatal –incluso aunque llegue a otorgar todos los servicios– hay cosas que el Estado no puede hacer por uno, cosas que el Estado, por grande, rico y poderoso que sea, no puede dar.

La dirección u orientación de la propia vida, es decir, el querer profundo, queda siempre como responsabilidad de la persona. Puede haber educación gratuita, pero las ganas de aprender las pone uno, puede haber empleos estatales para todos, pero el afán de superarse no puede venir de la burocracia. Todos habrán visto alguna vez un caso de alguien a quien se le dieron cosas en abundancia, pero no hizo nada. Es más, una situación así puede llegar a narcotizar. El estado puede darlo todo, menos lo más importante. El mercado también.

martes, 29 de octubre de 2013

Donaciones, expropiaciones y pasividad

La nueva ley de donación de órganos suscitó varios llamados a la reflexión acerca de qué significa donar, del valor del propio cuerpo, de la solidaridad, de la función pedagógica de la ley, etc. No es nuevo decir que si algo hace falta en nuestra sociedad es reflexión (no hay solución a eso, por ahora).

Dentro de las consideraciones que se han hecho sobre la nueva ley está el aumento del poder del Estado, que dispone de los cuerpos de los ciudadanos salvo que estos se molesten en hacer valer sus derechos explícita y burocráticamente. (Frente a esto, la expropiación del dinero ahorrado para la vejez parece bastante leve.) Se dijo también que los legisladores han abusado del lenguaje, es decir, manipulado a la gente, ya que una donación por definición no puede ser forzada. Pero la reflexión nos puede llevar aún más allá.

Si para algunos esta ley busca crear una sociedad más solidaria (difícil hacerlo por medio de la obligación legal y después de muerto el sujeto), se pasa por alto que también implica una sociedad dónde se acentúa como valor fundamental la prolongación de la vida y la salud. Por supuesto que la conservación de la vida es algo bueno y necesario, pero de ahí no se sigue que sea lo más importante. De hecho no puede serlo: la vida es para algo más que simplemente mantenerse. Que el propósito de la vida sea el seguir viviendo es simplemente un absurdo. Es problemático que en una sociedad pluralista esté prohibido preguntase en público cuál sea el bien superior.

Tomada en conjunto con otras iniciativas legales recientes uno puede llegar a formular esta interrogante de un modo extremo ¿habrá algo por lo que valga la pena sacrificar la salud y la vida? Permítaseme una digresión de humor absurdo, pero a mi parecer ilustrativo. Imagino las indicaciones del Ministro de Salud a los tripulantes de la Esmeralda: “Saltar al abordaje de acorazados puede ser dañino para la salud”, o a los soldados del antiguo Regimiento no. 6 “Chacabuco”: “Combatir hasta la última bala, sin rendirse, puede resultar en lesiones o incluso muerte”. En fin, creo que no hace falta abundar.

Aunque la dirección y propósito que se da a la vida sean algo en lo que el Estado no pueda entrar, es imposible que el éste  sea neutral en la orientación que da a sus leyes. Y aunque hoy no pueda o no se atreva a definir lo que es una vida bien vivida, la misma pretendida neutralidad exige al menos un respeto por la libertad, que es un bien espiritual, incluso por encima de la salud, que es un bien material. (Esto ya es orientador.) Es cierto que la ley es pedagógica, pero esta ley en particular, más que enseñar solidaridad puede que termine ensañando un utilitarismo extremo.

A modo de epílogo, otra consideración. Es cierto que esta ley no obliga totalmente, pero se basa, para funcionar, en la pasividad de los chilenos: muy buenos para salir a la calle a reclamar cosas que no tienen, pero casi siempre incapaces actuar para defender lo que sí tienen, sobre todo si son derechos y libertades. Esta tendencia se acusa también en la reciente propuesta de ley de propina sugerida.

martes, 11 de junio de 2013

Mi cultura, mis derechos

Ser peatón y usar el transporte público tiene algunas ventajas respecto de andar en auto. Una de ellas es observar la realidad a nivel de calle: se ven cosas que pasan desapercibidas para el automovilista. Hace que uno esté un poco más expuesto a lo que hay, y un poco menos a lo que uno mismo selecciona (estar expuesto principalmente a las propias preferencias es uno de los peligros de la individualización de los aparatos electrónicos y se exacerba con internet, donde los medios alternativos y redes sociales se transforman en cajas de resonancia). Esto va desde oír el programa de radio que suena en la micro a ver los titulares de los diarios que uno no compra.

Hace poco pude fijarme en la última campaña del Instituto Nacional de Derechos Humanos (“Vuelve a ser humano”), en la que a través de varios afiches, sencillos y directos, pegados en las murallas y postes, se llama a los ciudadanos a no sentirse menoscabados en su dignidad al reclamar sus derechos. Uno me llamó especialmente la atención. Decía “Que no te traten como bicho raro por conservar tu cultura”. Se dirigía a los integrantes de los pueblos originarios, y citaba un convenio de la Organización Internacional del Trabajo. Aun así, me quedé pensando cuál era mi cultura, y si alguna vez me habían tratado como bicho raro por tratar de conservarla. Sin duda, el término conservador es peyorativo en algunos círculos.

No hay espacio para definir lo que es cultura, y otros lo han hecho mejor de lo que podría hacerlo yo, pero hice cuenta de lo mucho que ha cambiado la sociedad chilena en el último tiempo, y en los cambios que posiblemente vengan en el futuro. Mi cultura –y eso que no soy tan viejo– era una en la cual hombre y mujer se casaban hasta que la muerte los separase, en la que los alumnos respetaban al profesor y el profesor sabía exigir ese respeto, en la que el embarazo adolescente no era algo indiferente, en la que ciertas imágenes no podían exhibirse en público, en la que fumar marihuana no era señal de estar al día, o en la que una persona podía ofrecer su opinión sin ser insultada de vuelta, etc. 

Muchos intentaron defender esta cultura, con poco éxito. Es cosa de notar, por ejemplo, como la ley de divorcio se aplicó retroactivamente: a quienes se casaron pensando que era para toda la vida, les cambiaron las reglas de juego en la mitad. No se respetó su cultura, ni su voluntad de conservarla. 

Más allá de lo dicho, la degradación del debate público, sobre todo en internet, muestra que a quienes quieren conservar su cultura –si se trata de la cultura que había en Chile hasta hace poco– se los trata como bichos raros o cosas peores. Es de suponer que el INDH no hará ninguna campaña acerca de esto. No hay a quién reclamar este derecho, porque en nuestro país, todos somos iguales, pero algunos más iguales que otros.


martes, 28 de mayo de 2013

Por unas décimas más

Uno de los columnistas que más admiro es el inglés Anthony Daniels (nada que ver con el actor), que suele escribir, a veces con su propio nombre, otras con el pseudónimo de Theodore Dalrymple, en diversos medios de habla inglesa a uno y otro lado del Atlántico. El City Journal, el New Criterion, el Salisbury Review, el Spectator o el Telegraph reciben sus colaboraciones. Sus columnas recopiladas han dado origen a varios libros interesantísimos. Es una lástima que no sea muy conocido en estas pacíficas costas.

Este autor es un estudioso de la realidad humana. Su método está en iluminar alguna verdad profunda de la naturaleza del hombre a partir de alguna noticia del diario o anécdota cotidiana, más que en apoyarse en numerosas cifras. Puede que este método no sea muy científico, pero es muy ilustrativo. Además, las anécdotas se acumulan hasta formar un cuerpo de evidencia respetable.

Daniels es médico de profesión, además de gran lector y viajero, y por años ejerció como psiquiatra en una cárcel inglesa. Los encuentros con sus pacientes y  personas relacionadas suelen darle un punto de partida - y abundante material - para hacer alguna observación que vaya más allá de lo que se presenta a la vista. De manera análoga, mis alumnos, en toda su variedad, también me abren una ventana a la humanidad, y las anécdotas - buenas y malas - ocurridas en clases ilustran el mundo más allá de los muros de la academia.

Aquí va un ejemplo: La tercera prueba del ramo también fue un desastre. Los estudiantes no acababan de convencerse de que estaban en la universidad y de que ir a clases no es lo mismo que poner a atención, de que ver pasar letras no es igual a leer y de que leer no es equivalente a estudiar.

Para que las notas no estuvieran tan bajas se dieron (nuevamente) segundas oportunidades. El alumno en cuestión no las tomó – sin considerar que la principal oportunidad para subir nota es estudiar antes de la prueba. Pero al momento de recibir su prueba, encontró un resquicio, una pregunta que estaba redactada de manera que podía llegar a considerarse ambigua, aunque todo el resto del curso la hubiera entendido correctamente. Hallada esa oportunidad no la soltó y mostró un apego a la literalidad de lo escrito digno gente más seria.

No se trataba de pelear por una décima para llegar al 4.0, porque su nota no alcanzaba a llegar al 3.0. Costaba entender cómo una persona que podía demostrar ese nivel de ingenio y tenacidad al momento de revisar su prueba no los tuviera a la hora de estudiar para ella. Pero, habiendo nacido en los años noventa, el alumno en cuestión había oído hablar mucho de derechos y poco de deberes. ¿Será, en el futuro, capaz de aportar algo a la sociedad quién tan tempranamente demuestra que prefiere obtener las cosas por medio del reclamo y no del trabajo?

Afortunadamente son pocos los que encaran la vida de esta manera, y menos los que mantienen esa actitud en la edad adulta (la vida reprueba a quien no reprueba el profesor, decía un viejo profesor mío). Pero desafortunadamente son suficientes como para salir en las noticias de vez en cuando.

martes, 14 de mayo de 2013

Que el mundo se amolde a mis comodidades

La primera prueba fue un desastre: de no haberse ajustado la escala, la nota más alta hubiera sido un 3,5. Era esperable, a un mes de haber entrado a la universidad los estudiantes no habían alcanzado a darse cuenta dónde estaban. El tener dieciocho años los hacía legalmente adultos, pero no personas responsables.

Como lo importante no es la nota sino lo que se aprende (¿cuántos llegarán a darse cuenta de eso?) el profesor dio una oportunidad para mejorarla, y algunos –no todos– la tomaron. Un alumno en cuestión quedó de ir a ver al profesor el viernes a las 13:00 horas. Ese día le fue fijada al profesor una larga reunión, de 9:00 a 13:00 en otro lugar. Para llegar a la cita con el alumno, se retiró antes, quedándose sin oír las conclusiones de la reunión.

Como a las 13:20 el alumno no llegaba, el profesor revisó el correo electrónico. En un correo enviado a las 10:40 el alumno pedía al profesor si podía correr la hora de la interrogación para subir la nota, a las tres de la tarde. ¿La razón? Al alumno le habían cancelado una clase, y en consecuencia sólo tendría  una hora de clases ese día, al finalizar la tarde, y no quería pasar tanto tiempo en la universidad.

El profesor pensó en negarse rotundamente. Pensó que así lo habrían hecho sus propios profesores. Pero no toda la culpa era del alumno: había sido criado así desde que nació. Esperó al alumno, leyendo, y cuando llegó, sin decirle nada le mostró su agenda en la que se leía la reunión fijada a una hora –de la cual tuvo que retirarse antes- y la cita con el alumno. El alumno miraba como si no hubiera visto una agenda en su vida. Probablemente era el caso.

Le explicó lo que significa decir una cosa y cumplir, lo que significa no cambiar los planes unilateralmente sin anticipación, sobre todo cuando se está recibiendo un favor. Le hizo que ver que el hecho que él no tuviera nada que hacer un viernes no significaba que todo el mundo estuviera en la misma condición. Le mostró que no le correspondía, a sus dieciocho años, disponer del tiempo de los demás.

El alumno entendió. Entendió también que la universidad no es un lugar para pasar el menor tiempo posible, aprendió que existe en la universidad un lugar llamado biblioteca, dónde se puede estudiar cuándo no se tienen clases. El alumno no tenía mala intención, es que nadie le había enseñado estas cosas.

¿Serán este tipo de estudiantes los que causan revueltas y destrozos? Poco probable, a la mayoría, como a éste, ya  le cuesta salir de su casa un día viernes. Pero son estas mayorías las que por su pasividad permiten que otros, minoritarios pero más enérgicos, más decididos, los conduzcan cual rebaño y hagan lo que les plazca con ellos. Más todavía si les prometen unos días sin clases.

¿Y el otro incidente? En la mitad de la clase un alumno de otro curso toca la puerta y pide una silla: tiene prueba y no hay suficientes sillas. El profesor le pregunta por qué no tomó una del pasillo; esas no tienen apoyo, dice (por lo que decide interrumpir la clase). 

Una vez acabada la interrupción el profesor pregunta a los alumnos por qué el mundo ha de adaptarse a la comodidad de un estudiante que llega tarde – pasado el mediodía – a  dar su prueba (hay profesores que le hubieran puesto un 1.0). "¿Por qué no?" aventura una alumna.  “¿Por qué no?” no es razón, porque sirve para justificar casi cualquier cosa y traslada la carga de la prueba del que afirma al recibe o acepta, pero para dar una respuesta rápida el profesor cita a Mark Twain: el mundo ya estaba ahí de antes. Se ríen. Saben que alguna vez necesitarán que el mundo se amolde a sus comodidades – nadie quiere sufrir las consecuencias negativas de sus acciones – pero el sentido común basta para darse cuenta del caos que resultaría si esto se transformara en norma, y de lo absurdo que resulta esperarlo.