Mostrando entradas con la etiqueta economía. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta economía. Mostrar todas las entradas

martes, 29 de septiembre de 2015

“Regalatis Gratis”

Un rasgo típico de la sociedad de consumo es echarle la culpa a la misma sociedad de consumo por la conducta de sus miembros (“es que la sociedad te obliga a hacer esto o a tener esto otro…”). Por supuesto: de existir responsabilidad personal, de haber capacidad para tomar decisiones sin la influencia de la moda, de lo que hacen todos lo demás, no habría sociedad de consumo. Y por lo mismo, cuando se habla de este tema, el problema es siempre es ajeno; son los demás los que están sumidos en la sociedad del consumo, uno, en cambio, suele ser capaz de tomar distancia y criticar. A pesar de esto, no es fácil vivir de otra manera, porque si todos los demás participan activamente de la sociedad de consumo, uno no quiere quedar al margen. Tendrá que ser algún otro el que tome el riesgo, asuma los costos y se oponga a la sociedad de consumo en los hechos más que en las palabras. Pero la culpa es de la sociedad, no de uno.

Mientras tanto, todo sigue igual, casi sin que uno se dé cuenta, hasta que algún hecho común y corriente inesperadamente ilumina la situación. Hace unos días fui a visitar a una persona que recién había estado de cumpleaños. Había regalos por todas partes, todos entregados con la mejor voluntad, pero ninguno realmente necesitado o querido. (Muchos, además, venían con su ticket de cambio, que es casi como regalar plata.) Estos regalos dan trabajo: hay que encontrarles destino, y ese destino no puede ser a su vez regalarlos, porque entre los conocidos y amigos puede que un regalo llegue a dar la vuelta completa y eso sería fatal. Algunos pueden cambiarse en la tienda por alguna otra cosa (y ahí uno se entera de cuánto costó el regalo) pero eso toma tiempo, y como nunca puede cambiarse el regalo por algo que valga exactamente lo mismo hay que resignarse a perder unos pesos (impensable) o pagar algo más encima (que es lo que ocurre). Por último, a cada uno de los que regalaron algo hay que regalarles algo (igualmente inútil) para sus cumpleaños.

¿Será tan absurdo esto de los regalos de cumpleaños (a pesar de las buenas intenciones)? La respuesta a esto –como a tantas otras cosas– esperaba desde hace años a quién quisiera descubrirla en el libro Mi hermana Ji, por Papelucho, de Marcela Paz. Papelucho y su amigo estadounidense, el Jolly, concluyen que lo importante en la vida es ser feliz, y que uno es requete feliz cuando recibe regalos. Por lo tanto, crean una sociedad llamada “Regalatis Gratis” cuyos miembros se llaman “Recibitis Tutis”. Los miembros tienen que hacerse regalos mutuamente todos los días. Es un éxito: al segundo día tienen ciento cincuenta y un socios, pero la sociedad es inmediatamente disuelta porque “porque tener que conseguirse 151 porquerías para recibir otras 151 mugres, no valía la pena…” 

martes, 2 de junio de 2015

¿Me lleva por $300?

La tarjeta BIP hizo que ya no se oyera más esa pregunta en las micros santiaguinas, pero fuera de la Región Metropolitana, donde todavía pagamos con monedas, el ciudadano de a pie –ese que no anda en auto– puede ver al Mercado en acción e incluso ser parte de él. ¿Me lleva por $300 hasta El Trébol? Una vez el conductor se volvió hacia mí, que estaba cerca, y aludiendo a la persona que había hecho esa petición me dijo algo así como “a esto han acostumbrado a la gente los gobiernos de la Concertación, a pedir y a pedir, a quererlo todo gratis, y eso que yo no soy de derecha, soy hijo de exiliado, etc.” y así se desahogó por un rato, haciendo análisis político hasta que llegué a mi paradero y me tuve que bajar. No creo que la Concertación sea culpable de que la gente pida una rebaja en la tarifa, es más bien la realidad misma.

Cuando en otra ocasión escuché la misma petición de un pasajero, pensé que lo que observaba era simplemente el Mercado en estado puro (luego maticé esa observación): hasta el valor de un pasaje de micro se negocia. Y si bien esto puede ser duro para el conductor o para el dueño de la micro (el Mercado es cruel), es algo que sale intuitivamente del sentido de la justicia que tiene el hombre común y corriente. No corresponde que pague lo mismo el que sólo va hasta El Trébol desde el centro, que el que va hasta Talcahuano desde Chiguayante, y por lo tanto, el posible pasajero hace su oferta. La regulación del precio, que establece un marco para negociar, es percibida como algo impuesto desde alguna oficina burocrática por alguien que no capta toda la complejidad de la realidad, o que supone que los que hacen viajes más cortos tienen que subsidiar a quienes viajan distancias mayores (¿estatismo, socialismo, estado de bienestar?). El conductor, por lo general, acepta la oferta, y reconociendo la insuficiencia de la regulación, toma la plata pero no entrega boleto. El rígido Estado queda fuera. Esto, por supuesto, admite de grados. La transacción en monedas permite un arreglo flexible bastante satisfactorio para ambas partes, pero en la capital el Transantiago impone una ley del todo o nada: ya vemos lo que pasa.

Realmente la experiencia de andar en micro (sin audífonos) es mucho más enriquecedora que la del automóvil. La recomiendo vivamente a todo el que necesite una dosis de realidad.

martes, 17 de marzo de 2015

Fomento de la cultura chilena

El senado acaba de aprobar la ley que obliga a las radios a trasmitir un 20% de música chilena (ya sea compuesta o interpretada por chilenos). Es delicado el asunto: si no se puede obligar a alguien a hacer algo, es problemático obligarlo a que lo haga de determinada manera. El interesado podría simplemente negarse del todo y la situación final vendría a ser peor que la inicial. Pero como el espacio para transmitir ondas de radio es limitado, es razonable que esté regulado en vistas al bien común, aun así no deja de causar cierta intranquilidad que el Estado pautee a los medios de comunicación. El ingenio humano sabrá zafarse de una imposición como esta; posiblemente las radios cumplan con la letra de la ley transmitiendo música chilena en un horario especial, entre dos y seis de la mañana.

La Sociedad Chilena de Derechos de Autor celebra, por supuesto, con esto espera aumentar sus ingresos, pero el radioyente interesado tiene otras opciones para escuchar la música que le gusta y explorar cosas nuevas. Habrá que ver si se produce una fuga –que no será muy numerosa; aquí se trata de influir sobre la multitud que nunca ha sido muy independiente– hacia emisoras online. Por otra parte, los músicos chilenos tenían otros medios para fomentar el gusto por su música, pero parece más fácil influir sobre los legisladores que hacerlo directamente sobre la gente. Se ha dejado de lado el trabajo previo, en la formación de los gustos, sentimientos y aficiones de las personas, que sirven de sustento a las  leyes. Se ha dejado de lado y pasado por alto a la sociedad. El camino que se tomó más parece proteccionismo y aunque un proteccionismo de este tipo no tenga grandes consecuencias siempre implicará algún tipo de injusticia en el otro extremo del tejido de relaciones sociales: cuando en un sistema dinámico e interdependiente se fija, o intenta asegurar, alguna de las partes (en este caso, las ganancias de la Sociedad Chilena de Derechos de Autor) las repercusiones suelen ser más fuertes para las demás partes, que se ven obligadas a soportar una mayor tensión.

Hay otros aspectos de la cultura chilena, sin embargo, que se sí han visto reforzados en este pequeño episodio: pretender arreglar problemas mediante leyes sin prestar atención a las costumbres, y recurrir o usar al Estado para solucionar un asunto que debía haberse resuelto mediante el trabajo de los directamente afectados e interesados.

martes, 25 de junio de 2013

Lo que no se puede privatizar

Aun quienes no conocen directamente dilema que plantea “la tragedia de los comunes” entienden el concepto: que las cosas tenidas en común, al tener muchos dueños, terminan deterioradas por el descuido o por el aprovechamiento. La búsqueda de beneficios a corto plazo destruye la posibilidad de que se mantengan a largo plazo. (Algunos supuestos del dilema han sido criticados, pero el planteamiento central sigue teniendo validez.) Ejemplos abundan: la contaminación del aire en algunas ciudades o la disminución o agotamiento de algunos recursos de libre acceso, como los que provee el mar.

La solución clásica a este problema ha sido privatizar. Después de todo, la experiencia indica que nadie cuida mejor las cosas que el propio dueño. Sin embargo, aunque no todo puede privatizarse intentos no faltan y la creatividad humana se las ha arreglado para privatizar lo que antes parecía completamente público: la venta de bonos de carbono por emitir gases, las concesiones pesqueras, etc. Parece el triunfo total del libre mercado.

Cuando  la privatización es realmente imposible, otra manera de evitar la tragedia de los comunes es la regulación por un agente externo, que suele ser el Estado. Esto complejo, porque  el Estado no es neutral, (al estar formado por personas, es susceptible de los mismos males que la actividad privada, sólo que en mayor escala). Además –como dicen en inglés– la ley no es un instrumento de precisión y siempre habrá resquicios, o maneras de obedecer la letra y violar el espíritu (como se ha visto en el caso de algunas universidades). No es extraño: el emprendedor siempre será más hábil que el legislador.

Queda una tercera opción, la auto-regulación, que funciona en base a acuerdos de los que participan de algún bien de libre acceso. Esto es particularmente importante; si la tendencia del libre mercado se dirige a privatizar todo, hay una cosa que nunca podrá privatizarse: el libre mercado mismo (el modelo) que por ser un conjunto de interacciones entre personas en toda la sociedad, es algo público. 

Este bien público, la libertad, puede abusarse (y lo ha sido). La regulación, tan querida por algunos, sólo hará que se agudicen los ingenios de otros, o que disminuya la prosperidad.  La salida pasa por que quienes más participan de esto reconozcan que el sistema, el modelo, no es indestructible y que si se abusa para obtener beneficios a corto plazo, el daño a largo plazo será irreparable. (Los estudiantes de los MBA tendrían que leer la fábula de la gallina de los huevos de oro.)

Esta auto-regulación, como es obra de quienes participan, no puede ser igual a las leyes, pero puede tener más fuerza que ellas. Es cosa de que quienes puedan verse más afectados muestren un poco de valentía para evitar que unos pocos se aprovechen: quienes con sus negociados, malas prácticas y avaricia ponen en riesgo la subsistencia a largo plazo de un modelo que aumenta la prosperidad general, sufran el ostracismo social – y de otros tipos si hace falta– de sus pares. De otro modo, el libre mercado sólo durará la generación presente, porque  se devorará a sí mismo. Pero hay suficientes ejemplos que muestran que esto no tiene que ser necesariamente así.

martes, 4 de junio de 2013

Profesionales Importados

Hace unos días un amigo comentaba que se estaba notando la llegada de los profesionales españoles a Chile. No estaba muy tranquilo, eran competencia. No manejo números, pero otro añadía que todas las semanas le llegaban un par de peticiones de trabajo desde España. La crisis europea, y sobre todo la falta de empleo, está haciendo que la historia (algo) se repita: españoles aventureros dejan la Madre Patria para ir a buscar mejor fortuna en el Nuevo Mundo.

No hace falta entrar a investigar las causas de la crisis en Europa, son bastante complejas, y van más allá de la economía. Además, quienes las entienden no necesitan una explicación, y a quienes no las entienden una explicación no les serviría (¿O habrá que abundar acerca del fracaso del Estado de Bienestar después de los disturbios en Suecia?). Es una lástima no poder escarmentar en cabeza ajena. Pero podemos considerar un pequeño detalle.

A pesar de que unos cuantos recién llegados pongan nerviosos a los que ya están acá, y que algunos individuos salgan personalmente perjudicados,  es de esperarse que el resultado general sea bueno para el país; implicaría un alza en el nivel general de los profesionales, en cantidad, por supuesto, y quizás también en calidad. Muchos de los españoles que llegan a estas costas tienen, además de su título, algún postgrado.

Sin embargo, aunque los títulos puedan ser equivalentes, hay una diferencia entre los profesionales importados y los hechos en Chile. Los europeos estudiaron con mucha ayuda del Estado. “Competencia desleal” dirá el atribulado chileno, que tuvo que pagarse sus estudios recurriendo a su familia o a la deuda, mientras el español que llega a postular al mismo puesto de trabajo descansaba sobre los contribuyentes – y aprovechaba de añadir un magíster a su título.  Es por esto que este influjo de profesionales españoles no es una exportación, sino más bien un regalo de España a Chile. No deja de ser extraño que el dinero del contribuyente español termine, finalmente, beneficiando a una empresa o institución chilena. Lo triste es que al contribuyente hispano no le sobran los recursos.

Si se tratase de cosas materiales, los chilenos afectados podrían invocar alguna ley que los protegiera de la llegada de bienes subsidiados por un Estado extranjero, pero las personas no son sometidas a ese escrutinio. Como moraleja de todo esto, se puede concluir, tentativamente, que la educación gratuita no sirve de mucho si se descuidan las condiciones para que pueda aprovecharse. En el peor de los casos, los recursos pueden terminar lejos del país, en algún lugar insospechado.

martes, 7 de agosto de 2012

Sueldos Mínimos

por Federico García (publicado en El Sur, de Concepción)

Nadie puede vivir dignamente con el sueldo mínimo. Menos mantener a una familia (no es que al Estado le haya ocupado mucho la familia en los últimos 22 años). Pero además de eso, hay otros aspectos a considerar.

El sueldo mínimo, real, no es el que indica la ley. El sueldo mínimo es cero: lo que gana un hombre sin trabajo. En el trabajo informal (limpiar parabrisas o vender en las calles) tampoco rige la ley del sueldo mínimo. Ninguna ley puede afectar eso; hay realidades que un gobierno no puede cambiar directamente.

No hace falta explicar los efectos económicos de cambiar el salario mínimo legal, en parte, porque hay muchos factores que impiden una salida simple. En todo caso, si alguno se niega a reconocer lo que de hecho ocurre cuando se toman ciertas medidas económicas, peor para él y los que de él dependan.

Pero los problemas no acaban ahí. Todos tendemos a pagar sueldos mínimos. ¿O acaso el lector, frente a dos servicios de equivalente calidad elige el más caro? No es que los empresarios sean malos –es tan agradable ocupar la superioridad moral– simplemente actúan, a la hora de pagar, como actúa la mayoría a la hora de comprar.

¿Qué hacer para que algunos paguen más por las horas de trabajo, si otros no están dispuestos a pagar más por lo que producen aquellas horas? Disminuir la ganancia de unos es lo que se viene a la cabeza, pero los afectados se resistirán, tal como se resistirían los otros si es que les suben los precios (que es lo que suele suceder al final, en todo caso). Ojalá fuera tan sencillo como hacer por  ley que los que puedan, paguen sueldos más altos (en detrimento de los propios – que se presumen excesivos).

Además, las materias económicas no se rigen por criterios absolutos: no es lo mismo que pague el sueldo mínimo un emprendedor que ha comenzado su negocio hipotecando sus bienes y que sólo tiene deudas, a que lo que haga un empresario que obtiene grandes utilidades. Tampoco es igual que se pague el salario mínimo a un joven que se enfrenta a su primer empleo, que a un empleado que ha probado su habilidad con años de trabajo. Sería poco justo obligar a todos a lo mismo, porque no todos los empleados ni empleadores están en las mismas categorías.

A pesar de lo anterior, da la impresión (¿cuántos pueden hablar de estos temas con información real?) que muchos que pueden pagar más que el mínimo no lo hacen.  ¿Qué puede hacer el Estado para mejorar la situación de quiénes son muy débiles para hacerlo por sí mismos, sin perjudicar a la sociedad como un todo? La respuesta fácil probablemente sea incorrecta. Cabe notar, también, que en estas cosas el Estado siempre estará en desventaja, ya que los emprendedores siempre serán más inteligentes y hábiles que los legisladores y burócratas.

Quizás lo que falta es que los grandes y no tan grandes empresarios (incluyendo accionistas) se den cuenta que la paz y cohesión social tienen un valor, y eso implica un precio. Pero eso es otro tema, para otra columna.