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martes, 20 de enero de 2015

El trabajo mal hecho

Anécdotas al respecto hay muchas. Hace un tiempo un amigo que mandó a empastar su tesis se quejaba de que el título no quedó centrado en la tapa. ¡Qué costaba fijarse bien y hacerlo correctamente! Esas cosas, me dijo, no pasan en otros lugares. Si se trata de arreglos en la casa o del auto, pasa algo parecido: nunca queda bien a la primera; hay que ir por un segundo o tercer trabajo, hasta que finalmente el resultado es aceptable. Es la pelea por el mínimo, no en los estudios, sino llevada al plano del trabajo. La consecuencia lógica de unos estudios llevados como una carga, de los cursos pasados estudiando lo menos posible, es un trabajo mal hecho. Quizás eso no pase en otros lugares, como dijo mi amigo, pero aquí casi todos hemos entregado alguna vez un trabajo hecho a la rápida, para salir del paso. Y quizás en ese salir del paso está la clave del asunto: se busca salir del paso porque la vida está en otra parte y por lo mismo, cuando se trabaja así, la cabeza y el corazón no están en la labor presente, sino en un descanso futuro que suele ser precisamente nada, hacer nada.

La distinción que hay que hacer es entre una recompensa externa y una interna. La primera, la externa, se puede obtener de muchas formas. Es cierto, uno trabaja para que le paguen y con ese dinero poder mantener a la familia y darse algún gustito por ahí. Pero la relación entre el dinero, o también el reconocimiento, y el trabajo bien hecho no tan estrecha como parece. Si se logra engañar al jefe o al cliente se puede recibir el mismo dinero haciendo menos. El dinero y el reconocimiento pueden llegar también por otras fuentes (¿será esa la causa de la popularidad de casinos y loterías y de los “realities”?). Pero la excelencia, en cambio, sólo puede ser alcanzada haciendo bien la tarea, y como hacer bien un trabajo exige esfuerzo y dedicación, sólo el amor puede un sustento adecuado. La satisfacción interna sigue al trabajo hecho con amor, y lo demás puede venir por añadidura. Pero ese amor por la propia tarea no parece ser muy abundante por estos lados. Quizás la diferencia entre desarrollo y sub-desarrollo sea algo más profundo que la pura economía.

martes, 29 de julio de 2014

La pelea por el mínimo

"¿Si usted no tuviera que trabajar y, por lo mismo, no necesitara venir a clases para obtener un título, qué haría con su vida?" El alumno se mostró un poco confundido. Su primera respuesta fue "no sé". Luego: "Disfrutar, pasarlo bien". Así las cosas, la educación –en la manera en que se da aquí y ahora– es un mal necesario, al servicio de una supervivencia que ni siquiera es gozosa en el modo de obtenerse.

Este breve intercambio con el alumno me recordó un cuento, o fábula, bien conocido por todos: Un hombre de negocios, de cierta edad, pasa diariamente por la plaza donde ve un joven tomando sol. Un día decide interpelarlo y le pregunta si acaso no estudia alguna carrera. "¿Para qué?" Contesta el joven. "¿Para que puedas tener un trabajo?". "¿Para qué?". "Para ganar plata". "¿Para qué?". "Para poder ahorrar". "¿Para qué?". "Para que puedas tener una buena jubilación y descansar". "Eso hago".

Y si eso es lo que buscan muchos, no hay mucho que hacer. El síntoma más claro es lo que un amigo llama "la pelea por el mínimo": contentarse con pasar con un 3.9 (eso sí que es jugar al empate), asistiendo al mínimo de clases exigidas –y ojalá a un poco menos que el mínimo, estudiando lo mínimo posible –y a veces se ufanan algunos de pasar un ramo a punta de copias, sin estudiar nada. Es que la academia es un trámite para adquirir un certificado que permita hacer algo que a su vez permita hacer lo que de verdad se quiere hacer, que la mayoría de las veces es algo que no se sabe muy bien y otras veces es nada. La vida está en otra parte, y la vida consiste en “pasarlo”, es decir, dejar que se vaya con el menor dolor posible. Lo que contribuye, lo que permanece, lo que queda –cosas como el crecimiento, del tipo que sea– tienden a doler y a costar un poco.

Pasa hasta con los alumnos de buen rendimiento: “¿Pero ustedes quieren comprender la materia u obtener la información necesaria para contestar la prueba?”. Silencio. Pero no siempre es así. Hay algunos que buscan comprender y van a la biblioteca en busca del material necesario. Otros –a veces son los mismos– leen los libros que se mencionan al pasar, y los comentan. Esos no siempre sacan la nota máxima, porque no siempre son expertos en responder evaluaciones. Si la educación superior fuera de verdad para los que buscan educación, probablemente habría más profesores que alumnos en las universidades. Mientras tanto el “movimiento estudiantil” avanza, nadie sabe bien hacia dónde.

sábado, 5 de julio de 2014

El fracaso y la victoria

Ha pasado ya una semana desde ese partido que se supone no olvidaremos jamás. Pero el tiempo cura casi todos los dolores, y la rabia y la frustración de un partido casi ganado poco a poco se transforman en sólo un recuerdo, una memoria. Y la memoria de esto nos puede llevar a otras memorias.

Los antiguos –recuerdo a mi querido Boecio– tenían muy presente que Fortuna es una diosa caprichosa. Ella tiene su rueda y basta un giro para que quienes están arriba casi tocando el triunfo caigan, y los que están abajo de rodillas salten de alegría. Sabían que no todo está en poder de los hombres, y eso es humillante; pero sabían también que esa humildad hace bien (es cosa de ver cómo pueden ser las celebraciones del triunfo). La actitud de quién quiere controlar completamente su destino, hýbris, termina en la peor de las caídas.

Esto lo aprendieron, probablemente, de la agricultura, algo tan lejano para la mayoría de nosotros. Aunque el labrador se parta el lomo trabajando de sol a sol, como lo hizo nuestra selección practicando bajo su entrenador, una helada, una inundación, puede destruir en una noche el trabajo de tantos días. No todo depende de uno. Ahora bien, estas cosas pueden dar lugar a la apatía (¿para qué tanto empeño,  si al final todo puede decidirse en una lotería de penales?), pero es no la lección que sacaron los que nos precedieron, ni la que hemos sacado la mayoría de nosotros después de la derrota del sábado pasado.

La razón es doble. Primero, aunque el resultado final no dependa completamente de uno, mucho sí depende de lo que uno haga. Si el fracaso puede ser por completo obra de la caprichosa Fortuna, el triunfo no lo es (salvo que el triunfo de uno consista en el fracaso del otro).  Segundo, porque el resultado externo no lo es todo. Eso es lo que no entienden quienes dicen que, al final, este año no nos fue mejor que hace cuatro o hace dieciséis; existe un resultado interno. Aunque el trabajo no rinda un resultado cuantificable, el cambio en el que se esfuerza por hacer ese trabajo queda, no se pierde.

Hace una semana se vio algo distinto de lo habitual. Se vio gente valorando el esfuerzo por sobre el resultado, porque el esfuerzo fue real. Esta vez el “triunfo moral” no fue la excusa del flojo, sino la realidad del que lo dio todo –desde hace muchos meses– y al final se encontró con algo que no estaba en sus manos. Qué distinto eso de la mentalidad habitual que celebra al que es pillo, al que obtiene algo por nada, simulando una falta, haciendo tiempo, presentando una licencia médica falsa, copiando en una prueba, haciendo leso a algún otro. Hace una semana se vio nobleza, honor, que vale más que un resultado, que permite perder con la frente en alto. Dios quiera que no sea flor de un día.