martes, 28 de julio de 2015

Posturas, buenas intenciones e intervenciones extranjeras

Al poco rato de hablar con él, el profesor visitante de los EE.UU. hizo un mea-culpa por lo que su país le había hecho al nuestro antes y durante 1973. No es la primera vez que un profesor visitante me pide perdón a nombre de su país por lo hechos pasados en los que él, personalmente no ha tenido participación ni responsabilidad (la uniformidad que impone la academia es notable). La primera vez, hace varios años, dejé pasar el asunto. Esta vez, sin embargo, decidí seguir un poco la conversación para ver cómo terminaba. Sin llegar a decirle que sus consideraciones, por muy bien intencionadas que fueran, me parecían un ejemplo más de la típica condescendencia del mundo desarrollado hacia el nuestro, que más que hacer algo busca sentirse bien con sus propios sentimientos culposos (cómo si no fuera posible derrocar a un presidente frívolo e inepto como Allende sin la ayuda de una potencia mundial), le dije que no le diera tanto crédito a la CIA, que había otras fuerzas y factores en juego, etc. Pero insistió, insistió en que todo era culpa de su país, que los tremendos intereses de las compañías mineras estadounidenses habían sido la causa de la intervención militar. Ante su insistencia, mencioné que si bien la CIA había apoyado a la oposición, al gobierno de Allende no le faltó el apoyo de la KGB (así que se daba un cierto equilibrio). Aquí dio un pequeño respingo: que una organización malévola como la CIA apoyara a las malévolas fuerzas golpistas era esperable y casi obvio (¡lo sospeché desde un principio!), pero que otra organización malévola como la KGB o la Stasi apoyase a la buena gente de la Unidad Popular era sorprendente, casi un error en la matrix. De pronto, se abrió un panorama: la cosa no era tan simple como lo establecía la narrativa oficial, los buenos no eran tan buenos como se suponía y las motivaciones no eran tan claras como aparecían. (Cuando le insinué que el apoyo del bloque comunista a Allende había sido mayor que el apoyo de los EE.UU. a las fuerzas armadas chilenas ya casi no estaba escuchando.) Pero la conversación pronto derivó a otros temas. No se trataba de llegar a una mejor comprensión de la historia reciente de Chile, sino de mostrar una postura de altura moral. Eso se había logrado con las primeras declaraciones y una mayor reflexión sólo hacía peligrar eso.

martes, 21 de julio de 2015

Más sobre la copia

Hace unas semanas chileb.cl publicó un artículo sobre la copia. No es frecuente que se haga referencia a este problema cuando se habla de educación en Chile, de hecho, nadie comentó el artículo. El autor comenzaba aludiendo al problema moral que implica la copia, recordando que todos rasgamos vestiduras ante las faltas éticas de políticos y empresarios, pero que la falta de ética en los estudiantes es una conducta generalizada. (Como es casi imposible controlar la copia, suelo decirle a mis alumnos que si copian probablemente yo no los pille, pero que si lo hacen, no tienen derecho a quejarse del “sistema corrupto”: se hacen partícipes. La cara de sorpresa que ponen algunos es digna de verse.) Sin embargo, me parece que el autor de tan atingente artículo pasa, casi sin solución de continuidad, del problema moral al problema material. En énfasis final está en que los estudiantes aprueban sin aprender (lo cual es ciertamente un problema) y por ello serán malos profesionales.

Quisiera retomar el hilo argumental del artículo al que me refiero y complementar el aporte de su autor. Es cierto que la copia produce alumnos que aprueban sin aprender, pero también es cierto que se puede ser un profesional mediocre pasando a punta de copia o pasando a punta de 4.0, además la mayoría de las cosas que se aprenden en el aula se olvidan. Lo más grave de la copia, y esto hay repetirlo una y otra vez, es que atenta contra la verdad, y va creando un ambiente en el que la conducta inmoral, la mentira, no es percibida como tal. El pragmatismo que pone el resultado por sobre el modo de conseguirlo (el fin justifica los medios) puede ir permeando, después, a otras áreas de la vida: un ejemplo de ello es considerar que la copia es más mala por la falta de aprendizaje que por la falta a la verdad.

La información que tengo al respecto es anecdótica, pero son observaciones de personas que han estado en el lugar de los hechos, en contacto directo con los alumnos que copian. Se podría decir que al no ser científica y no aportar cifras, no es válida, pero por tratarse conductas morales, este tipo de información puede ser muy reveladora (además, obtener estadísticas fiables acerca de algo que implica engaño, es difícil).

La copia en Chile se considera “normal”. Quienes son testigos directos de ella, los estudiantes, no la consideran algo grave: “Le pregunté a mi compañero sobre la prueba, pero me dijo que la había copiado entera, así que no sabía si le había ido bien o no” me dijo una alumna como si nada. Puede causar cierto rechazo si produce algún perjuicio, como en el caso de las pruebas evaluadas con una escala relativa, pero sigue siendo algo completamente incorporado a la conducta: “Algunos de mis compañeros copian y eso me baja la nota –y ud. ¿no copia? – sí, pero sólo cuando estoy muy urgida.” 

Se forma una especie de “punto ciego moral” que abarca a casi toda la población estudiantil. La mentira se ha establecido como el modo habitual de comportamiento, precisamente en el lugar dónde se supone que se busca la verdad. Como este comportamiento es una ceguera (nos afecta a los profesores también, que no tratamos la copia con la gravedad que se merece), no nos damos cuenta de lo que implica: una corrupción profunda del alma que ha insensibilizado parte de su conciencia. Frente a esa corrupción, el ideal –la honradez, la honestidad, la sinceridad– produce burla y rechazo.

Mientras tanto, se protesta contra las estructuras y se buscan grandes reformas, pero es más arduo reformar lo pequeño. Es difícil vislumbrar para Chile, en un futuro previsible al menos, un cambio en este ámbito, pero si se llama la atención repetidamente sobre el problema puede que más de alguno se lo tome en serio, aunque sea sólo en su vida personal.

martes, 14 de julio de 2015

El gobierno y la delincuencia

La gente, mediante “cacerolazos” y cartas a los diarios, le pide al gobierno que detenga la ola de delincuencia. Es razonable: los gobiernos se forman, entre otras cosas, para entregar seguridad, custodiar el orden público y garantizar la tranquilidad y la paz. Pero no se saca nada con reclamar. Este gobierno está de lado del delincuente y no del ciudadano común. No se trata de algo explícito, no, pero de un sentimiento sutil que conforma una mentalidad. Son ciertas ideas generales sobre el mundo, el hombre y la sociedad que van, poco a poco, decantando en acciones u omisiones, en una tendencia.

Estos sentimientos e ideas de fondo suponen que el delincuente, más que culpable, es víctima. Víctima de las estructuras injustas, del sistema cruel (que hay que cambiar).  El crimen es, por lo tanto, una respuesta a una violencia ya presente en la sociedad y el delincuente está en la vanguardia en la lucha contra el sistema. Por otra parte, la policía, los jueces, las cárceles son parte de un sistema represor (dispositivos disciplinarios) que oprime y criminaliza al que no se conforma con esta sociedad injusta. El que comparte la ideología que anima a nuestro gobierno no puede dejar de sentir cierta alegría cuando se entera de un asalto en el barrio alto. Retazos de esta sensibilidad algunas veces salen a la luz, como por ejemplo cuando una conocida periodista dice que los asaltos debieran considerarse como un impuesto a la riqueza. ¿Qué ocurre cuando un criminal asalta a una persona de izquierda? Será algo más que un error, por algo en un país del norte se decía que un conservador es un liberal que ha sido asaltado.

No viene al caso refutar esta mentalidad. Por una parte es un insulto a todas las personas de bajos recursos que buscan mejorar su condición mediante el trabajo y el estudio. Es un insulto, también, a la misma humanidad del delincuente, que es considerado como un animal incapaz de acción propia, que sólo responde al medio en que fue criado y los estímulos que recibe. Muchos ya han llegado a la conclusión de que el gobierno no hará más que cambios cosméticos, pero será completamente incapaz de controlar la delincuencia por un problema de fondo, no de gestión. A los ciudadanos no les queda más que defenderse por sí mismos: poner rejas, alarmas, luces, cámaras, cerrojos; transformar sus casas en cárceles. Lo grave es que esa defensa no puede pasar de ahí, si se usa la fuerza, hasta el punto de dañar al criminal, el ciudadano honesto teme que la ley se vuelva en su contra, no se imagina vivir al otro lado de la ley. Es, después de todo, un burgués viviendo bajo un régimen que lo desprecia.

martes, 7 de julio de 2015

Aborto: derechos en cuestión

Comencemos considerando que el lector de estas líneas tiene derecho a la vida. En concreto, este derecho consiste en que a uno no se le puede despedazar, ahogar en una solución salina, triturar el cráneo, etc.  Para hacer valer este derecho se recurre a las instituciones y, en caso extremo, a la propia fuerza. Cuál sea el origen o fundamento de este derecho no es algo para investigar ahora, basta con que el lector esté convencido de que es titular del derecho a no ser asesinado. Pero aparte de la pregunta por el fundamento de este derecho, pueden hacerse otras de alguna manera relacionadas con la anterior: si tengo el derecho a la vida, ¿desde cuándo lo tengo? y ¿quién más lo tiene?

Respondamos en primera persona. ¿Desde cuándo tengo derecho a que se respete mi  vida? Desde que yo soy yo, obvio, dado que yo soy el titular. Pero desde cuándo hay un sujeto de derechos, desde cuándo soy, eso ya no es tan obvio. Uno puede hacer memoria, y como mínimo sabe que si hay  recuerdos conscientes, hay un titular del derecho a la vida. Cada uno sabrá qué edad tendría cuando formó sus primeros recuerdos ¿Tres años? Bien, pero antes de eso, a los once meses ¿tenía yo derecho a no ser muerto? Parece que sí, entre otras razones porque once meses yo era yo, el mismo que soy ahora, aunque no lo supiera. La auto-conciencia  no parece ser el criterio último de inicio del derecho a la vida. Por lo demás el sueño, la anestesia, la borrachera o las drogas también anulan la conciencia pero no quitan el derecho a la vida. Es cierto que el que pierde la conciencia por estas causas la recupera después de un tiempo, sí, pero también el ser humano demasiado joven para ser consciente la alcanza si se espera lo suficiente. La continuidad del “yo” a través de los periodos de inconsciencia y llevada aún al periodo anterior su inicio hace que nos replanteemos la cuestión. Quizás el concepto clave aquí es el de continuidad. Si la conciencia no es continua, habrá que ver qué es lo continuo, lo que da unidad. El comienzo de este continuo que es la vida de cada uno tendrá que estar en un inicio que sea una ruptura con algo anterior o en una novedad (de lo contrario nuestro “yo” se extendería indefinidamente hacia el pasado). El nacimiento no es una ruptura tan grande como para ser ese inicio, porque es un evento que puede ocurrir en distintos momentos para cada uno (nueve meses de gestación, ocho meses y medio, etc.). Es decir, el suponer que ya hay un “uno” que espera nacer indica que se existía antes de eso. De hecho, el único evento en la vida de cada uno que supone una novedad, que no presupone que “uno” existe en el momento anterior, es la concepción o fecundación, dónde dos se transforman en “uno” y aparece algo o alguien realmente nuevo. Todo lo que viene después es un continuo gradual: cambios de tamaño y figura, aumento de capacidades, etc.

Sobre lo segundo, sin entrar en el fundamento del derecho a la vida, se puede responder que si alguien más tiene un derecho que yo tengo, tendrá que ser alguien como uno, otro como yo. ¿En qué sentido como yo? Por supuesto que no en un parecido superficial, tamaño, figura, capacidades; cosas que admiten grados, de más o menos. De ser así, los que fueran más como uno podrían reclamar el mismo derecho con más propiedad que los menos parecidos. Tendrá que ser entonces un parecido en algo fundamental, que no admita de grados. Aunque no parezcan ser los términos más adecuados, se podría formular así: si alguien más, si algún otro, tiene derecho a la vida, ese  otro tiene que ser el mismo tipo de cosa que yo. Es decir, otro ser humano. Otro Homo sapiens. Y el feto, el embrión, lo es.