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miércoles, 29 de enero de 2014

Patriotismos

La verdad es que me sorprendió un poco que a medida que se acercaba la fecha del fallo del Tribunal Internacional de La Haya el interés aumentara de manera notoria: menciones en la prensa y redes sociales, conversaciones oídas al pasar en la calle o la micro, etc. A pesar de la indiferencia por muchas cosas, el chileno siente amor por su tierra; eso de “pedacitos más, pedacitos menos” es cosa de algunas elites, pero no de la mayoría.

El mismo día del fallo, tampoco me sorprendió mucho que las reacciones de algunos fueran un tanto exaltadas, el ambiente era como de partido de fútbol. Pero, por contraste, lo que sí me llamó la atención fue que esa mismo tarde un amigo fuera testigo un robo al frente a su casa. El ladrón arrancaba con la cartera de su víctima mientras ella gritaba persiguiéndolo, y los transeúntes lo dejaron pasar. Supongo que todos los involucrados amaban a su patria, pero el paso del sentimentalismo a la acción concreta es otra cosa.

Se enseña el patriotismo en los colegios, sobre todo en mayo y septiembre. Flamean las banderitas y se oyen las cuecas y tonadas. Pero colores y sonidos y sabores, por muy buenos y necesarios que sean, no pasan de ser sensaciones. Y la exaltación (muchas veces ayudada por el alcohol y el fútbol) no pasa de ser un sentimiento, y los sentimientos pasan. El amor requiere perseverancia, y la perseverancia requiere vencer la inercia, la comodidad, la pereza, o sea la consideración de uno mismo como centro del mundo.

Me parece que sólo teniendo presente la distinción entre el sentimentalismo y al amor en concreto se explica que un mismo país se puedan ver las banderas flameando en las astas y la basura ensuciando el paisaje, sin solución de continuidad; que un día de exaltación nacional, un chileno le robe a otro chileno y los testigos no ayuden a uno de sus compatriotas.

El “profundo dolor” que sienten algunos por la pérdida de mar o de soberanía pasará, como pasan todos los dolores. Nuestros políticos saben que hay heridas más rentables que escarbar. Si acaso el amor por la tierra que nos vio nacer, a nosotros y a nuestros padres, tendrá algún efecto real en la vida diaria es otro asunto. Por ahora, baste con decir que vivir en sociedad implica ciertos deberes hacia el resto, y que cumplir esos deberes siempre va a costar, poco o mucho. Inflar los derechos y resguardar la irresponsabilidad no va hacer de Chile un país más unido (¡empecemos por casa antes de hablar de uniones sudamericanas!), por muchas banderas que se muestren durante los partidos de la selección.

martes, 18 de septiembre de 2012

Las deudas que no se pueden pagar

por Federico García (publicado en El Sur, de Concepción)

Pregunté a los alumnos por la libertad, y uno de ellos respondió que la sociedad no lo dejaba ser libre y lo oprimía. Por la abundancia de leyes y normas sociales no podía hacer lo que deseaba. Cuando le informé que en las islas al sur de Chiloé no había presencia de carabineros y que podía irse a vivir por ahí sin que ninguna norma lo limitara, se le iluminaron los ojos. Cuando le dije que además de no haber normas tampoco había luz eléctrica o agua caliente, la vida en sociedad dejó de parecer tan opresiva. 

Como buen alumno que era, se dio cuenta rápidamente de que para implementar una red de alcantarillado o de banda ancha, sin las cuales no podría vivir, se necesita una sociedad. Sin embargo cosas como la señal de televisión o un supermercado son lo de menos. Hay áreas en las que el individuo simplemente no se puede bastar a sí mismo. De los padres se recibe la oportunidad de vivir y la primera guía para orientar la vida. A su vez, la familia transmite de la sociedad bienes como el lenguaje y los primeros conocimientos. La sociedad puede ser un poco asfixiante a veces, pero sin lo que ella otorga ni siquiera ese mismo pensamiento – fruto del lenguaje – sería posible.

La situación es de deuda, primero con los padres, y luego, por extensión, con la sociedad inmediata: la patria. Esa deuda es tan grande, que no se puede pagar. Pero una deuda impagable no por ello puede ser simplemente ignorada, sino que se compensa con una cierta actitud. Es lo que los antiguos romanos llamaban piedad, y nosotros patriotismo. 

Esta actitud de piedad hacia los padres y hacia la patria se manifiesta en un reconocimiento de lo que se ha recibido de quienes vinieron antes, gratitud, y se concreta en la disposición a conservarlo y acrecentarlo para quienes vendrán después. Tal como el mundo no comenzó con la generación presente, tampoco dejará de existir cuando ella pase, y ha de pasar por mucho que le pese. No pensar en la anterior es egocentrismo y no pensar en la que viene es egoísmo. 

Si lo que se ha recibido - idioma, tradiciones, cultura, identidad, e incluso el entorno material - es bueno, habrá que cuidarlo y celebrarlo. Para eso tenemos el dieciocho de septiembre, y el diecinueve para recordar a quienes lo han defendido.

Pero el amor por la patria no puede limitarse a un par de días al año. Cada uno encontrará formas de reconocer esta deuda con los demás, desde hacer un esfuerzo por no ensuciar las ciudades y campos con desechos descuidadamente desparramados, hasta saludar a los vecinos o incluso con una dedicación seria y responsable a la vida pública. Nadie tiene derecho de privar a generación venidera de lo que se recibió, sin mérito, de quienes construyeron y conservaron. Por eso son tan graves las acciones de quienes fomentan la división para beneficio personal. Cierto es que los vínculos de patria y familia no se eligen, pero son esos vínculos, llegando hasta el suelo en que se nació, los en buena parte nos hacen quienes somos y eso es algo por lo que estar agradecido.